El príncipe de Maquiavelo

(Foto: Nicolás Maquiavelo).

De Pedro Conde Sturla
A José Ramón Bonilla Almonte, como anillo al dedo
Por: Pedro Conde Sturla


[Tres pequeños grandes libros sacudieron las ideas y la moral del Renacimiento. La “Utopía” de Tomás Moro, el “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam y la obra póstuma de Nicolás Maquiavelo “El príncipe”, famosa entre todas las famosas y la más digna -o indigna- de antología por el valor en sí de la pieza.

Todas gravitan sobre el pensamiento universal, aunque muy pocos las conocen más que de nombre, salvo los políticos ilustrados, y generalmente malvados, que de ella se nutren.

Todavía se discute si Maquiavelo fue un cínico que propuso una tesis para gobernar al margen de la moral y la ética, o si quiso denunciar una práctica aberrante, o quiso dejar un manual para el mejor de todos los gobiernos.

De hecho, lo que hizo fue fundar la ciencia política. Teorizar, trasponer desde el terreno de la práctica al terreno de las ideas, como decía mi profesor de historia del arte moderno Julio Carlo Argán en Italia.

Una ciencia se constituye a partir del establecimiento de un dominio (además de un objetivo y un método propios) y eso fue lo que hizo Maquiavelo.

“El mérito fundamental de Maquiavelo consistió en su habilidad para estructurar una teoría política con base en las experiencias cotidianas, al margen de toda concepción idealista. ‘El príncipe’, su obra maestra, ha tenido una trascendencia universal por constituir un verdadero manual para el ejercicio del poder. Se dice que, a lo largo de la historia, ha sido el libro de cabecera de Napoleón, Richelieu y muchos otros grandes políticos y estadistas.

No es de extrañar la amoralidad del celebérrimo libro si se toma en cuenta que Maquiavelo fue secretario de César Borgia, a quien puede considerarse su principal inspirador. En efecto, el escritor florentino estuvo al lado de César cuando éste convocó, con pretextos amigables, a los capitanes que habían rehusado servirle, y enseguida los mandó degollar. Maquiavelo redactó un minucioso informe sobre aquel trágico episodio, donde ya se advierte su manera de separar tajantemente la política y la moral”.

Uno de los capítulos fundamentales de “El príncipe”, que aquí se reproduce a continuación, trata sobre el deber y el modo en que los príncipes deben cumplir sus promesas una vez que han cambiado las circunstancias en que se vieron comprometidos a hacerlas.

Más adelante veremos, con el correr de los tiempos, si el nuevo príncipe dominicano se atiene a lo prometido o cambia de opinión en el ejercicio del poder. Si se mantiene fiel a sus palabras. O bien si se comporta igual que el exmonarca constitucional, el de hablar soso y amanerado, el informal y descarado que no cumplía ni con el horario. (PCS)].

Capítulo XVIII
De qué modo los príncipes deben cumplir sus promesas

Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.

Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.

De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforme en zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos.

Nunca faltaron a un príncipe razones legítimas para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular.

Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña con arte encontrará siempre quien se deje engañar. Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en disimular y en fingir.

No quiero callar uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo hombre que prometiese con más desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mundo.No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario.

Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal. Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última.

Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan si no cuando las mayorías no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras. (Nicolás Maquiavelo,“El príncipe”).

El autor es escritor. http//www.scribd.com/pedro%20conde%20sturla
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