Leyes protegen envejecientes no se cumplen a cabalidad
Muchos adultos mayores desconocen sus derechos garantizados en legislaciones, como es la inclusión en la seguridad social
Doña Rosa es una anciana de 74 años que todos los días se coloca al lado de una freiduría, en Mendoza, en el municipio Santo Domingo Este, con el propósito de vender algunos libros de superación personal, para poder comer.
A todos los que se detienen a comprar en el “pica pollo” les oferta su producto: libros como “Rinoceronte”, “Juan Salvador Gaviota”, “Quién se ha llevado mi queso” y otros.
-Mire, don, este es un libro muy bueno para…
-No, no, no doña, yo lo que quiero es comida- responde de manera cortante uno de los compradores.
Ella, sorprendida por la rapidez de la respuesta del “hambriento” hombre contesta:
- Pero usted me puede escuchar por lo menos, mientras compra.
Es que ya a los viejos ni nos escuchan. Mire como tengo que hacer yo para poder comer, porque no me dan trabajo en ninguna parte, estamos “fuñíos”.
Los viejos no valemos nada en este país, exclamó la dama con tono y rostro entristecidos.
Una ley inoperante
Doña Rosa es una de los 675 mil 274 dominicanos que tienen más de 60 años de edad, el 7.2% de los nueve millones 378 mil 818, de acuerdo con el censo de 2010. Como ella, cientos de envejecientes o adultos mayores están “huérfanos”.
Para ellos no hay tiempo de descanso, están obligados a trabajar o “buscársela como sea” o se mueren de hambre, a pesar de que en teoría tienen derechos garantizados en la salud, el trabajo y la alimentación.
La Ley 352-98, sobre protección a la persona envejeciente, en su artículo ocho establece: “Todo(a) envejeciente tiene derecho al trabajo, en igualdad de oportunidades y a todas las garantías que al respecto otorgan las leyes laborales, sin discriminación alguna.
La Secretaría de Estado de Trabajo y las organizaciones de empleadores y trabajadores deberán tomar las medidas necesarias para que las labores del(a) envejeciente se desarrollen en condiciones satisfactorias y seguras.
Deberán tomarse las medidas necesarias para que el(a) envejeciente encuentre o reencuentre ubicación laboral mediante nuevas posibilidades de empleo”.
El organismo rector es el Consejo Nacional de la Persona Envejeciente, que preside el ministro de Salud Pública, con una dirección ejecutiva que debe ser cambiada cada dos años, pero que la actual incumbente tiene seis años sin ser removida como lo contempla la legislación.
La médico geriatra Rosy Pereyra Ariza, directora del Instituto del Abuelo, explica que la ley fue promulgada por el presidente Fernández en 1998.
Durante el gobierno del Partido Revolucionario Dominicano no se aplicó por falta de reglamento, pero en el segundo período del Partido de la Liberación Dominicana un grupo de entidades que trabajan con adultos mayores y con apoyo de las Naciones Unidas logró hacer el reglamento.
Tanto esa legislación como la 87-01 sobre Seguridad Social contemplan pensiones para los envejecientes, pero los que no cotizaron en la edad productiva no disfrutan de lo contemplado en la ley.
“En vez de nosotros hacer honor a las dos leyes que tenemos, nos basamos en la dádiva de la tarjeta Solidaridad, es un programa social que de alguna manera o parcialmente contribuye con que la gente coma diez días, porque más de ahí no pueden comer con lo que dan, pero esa no es la ley”, dijo.
Divididos en el ocaso
Pereyra Ariza afirma que muchos hijos han migrado a las grandes ciudades, sobre todo del sur profundo, dejando a esas comunidades con poca juventud y ancianos.
Dijo que los hijos y nietos se traen a las madres para que les sirvan de niñera, cocinera y doméstica y dejan a los padres solos en los campos.
“Eso no solo divide las familias, sino que también trae una serie de mayores dificultades y de tendencias de esa persona que se queda sola en el campo, sin su esposa de toda la vida”. l
La tristeza de un anciano que trabaja en la calle
Luz Marina Cortázar, directora del Instituto de la Familia, considera que muchos envejecientes se autodestruyen porque no se sienten útiles.
“Es muy triste ver una persona vieja vendiendo en la calle, pero también hay que ver el lado positivo porque es una persona que todavía se siente útil y que todavía tiene la capacidad para obtener los recursos que necesita”, dice Cortázar.
Doña Rosa es una anciana de 74 años que todos los días se coloca al lado de una freiduría, en Mendoza, en el municipio Santo Domingo Este, con el propósito de vender algunos libros de superación personal, para poder comer.
A todos los que se detienen a comprar en el “pica pollo” les oferta su producto: libros como “Rinoceronte”, “Juan Salvador Gaviota”, “Quién se ha llevado mi queso” y otros.
-Mire, don, este es un libro muy bueno para…
-No, no, no doña, yo lo que quiero es comida- responde de manera cortante uno de los compradores.
Ella, sorprendida por la rapidez de la respuesta del “hambriento” hombre contesta:
- Pero usted me puede escuchar por lo menos, mientras compra.
Es que ya a los viejos ni nos escuchan. Mire como tengo que hacer yo para poder comer, porque no me dan trabajo en ninguna parte, estamos “fuñíos”.
Los viejos no valemos nada en este país, exclamó la dama con tono y rostro entristecidos.
Una ley inoperante
Doña Rosa es una de los 675 mil 274 dominicanos que tienen más de 60 años de edad, el 7.2% de los nueve millones 378 mil 818, de acuerdo con el censo de 2010. Como ella, cientos de envejecientes o adultos mayores están “huérfanos”.
Para ellos no hay tiempo de descanso, están obligados a trabajar o “buscársela como sea” o se mueren de hambre, a pesar de que en teoría tienen derechos garantizados en la salud, el trabajo y la alimentación.
La Ley 352-98, sobre protección a la persona envejeciente, en su artículo ocho establece: “Todo(a) envejeciente tiene derecho al trabajo, en igualdad de oportunidades y a todas las garantías que al respecto otorgan las leyes laborales, sin discriminación alguna.
La Secretaría de Estado de Trabajo y las organizaciones de empleadores y trabajadores deberán tomar las medidas necesarias para que las labores del(a) envejeciente se desarrollen en condiciones satisfactorias y seguras.
Deberán tomarse las medidas necesarias para que el(a) envejeciente encuentre o reencuentre ubicación laboral mediante nuevas posibilidades de empleo”.
El organismo rector es el Consejo Nacional de la Persona Envejeciente, que preside el ministro de Salud Pública, con una dirección ejecutiva que debe ser cambiada cada dos años, pero que la actual incumbente tiene seis años sin ser removida como lo contempla la legislación.
La médico geriatra Rosy Pereyra Ariza, directora del Instituto del Abuelo, explica que la ley fue promulgada por el presidente Fernández en 1998.
Durante el gobierno del Partido Revolucionario Dominicano no se aplicó por falta de reglamento, pero en el segundo período del Partido de la Liberación Dominicana un grupo de entidades que trabajan con adultos mayores y con apoyo de las Naciones Unidas logró hacer el reglamento.
Tanto esa legislación como la 87-01 sobre Seguridad Social contemplan pensiones para los envejecientes, pero los que no cotizaron en la edad productiva no disfrutan de lo contemplado en la ley.
“En vez de nosotros hacer honor a las dos leyes que tenemos, nos basamos en la dádiva de la tarjeta Solidaridad, es un programa social que de alguna manera o parcialmente contribuye con que la gente coma diez días, porque más de ahí no pueden comer con lo que dan, pero esa no es la ley”, dijo.
Divididos en el ocaso
Pereyra Ariza afirma que muchos hijos han migrado a las grandes ciudades, sobre todo del sur profundo, dejando a esas comunidades con poca juventud y ancianos.
Dijo que los hijos y nietos se traen a las madres para que les sirvan de niñera, cocinera y doméstica y dejan a los padres solos en los campos.
“Eso no solo divide las familias, sino que también trae una serie de mayores dificultades y de tendencias de esa persona que se queda sola en el campo, sin su esposa de toda la vida”. l
La tristeza de un anciano que trabaja en la calle
Luz Marina Cortázar, directora del Instituto de la Familia, considera que muchos envejecientes se autodestruyen porque no se sienten útiles.
“Es muy triste ver una persona vieja vendiendo en la calle, pero también hay que ver el lado positivo porque es una persona que todavía se siente útil y que todavía tiene la capacidad para obtener los recursos que necesita”, dice Cortázar.