La muerte de Iván Ilich (fragmento)
Por: Pedro Conde Sturla
Articulista
La obra de Lev Nikoláyevich Tolstói.
[“La muerte de Iván Ilich” es la gran pequeña obra maestra de Lev Nikoláyevich Tolstói (1828-1910), mejor conocido como León Tolstoi. “Su gigantesca figura -dice Marc Slonim- no sólo pertenece a la ficción; hacia fines del siglo XIX ocupó el primer plano de la escena espiritual del mundo. Su influencia en todos los aspectos fue tan fuerte, su impresión sobre el pensamiento y la vida rusos como precursor de la revolución tan profunda, su guía moral tan universal que se presenta como el más grande hombre producido jamás en Rusia”.
Muchos lo comparan solamente, por su aliento épico, con Homero y Shakespeare, y consideran que sus novelas cumbres, “Ana Karenina” y “Guerra paz” no han sido ni serán superadas.
Su sorprendente muerte, en la desolada estación de trenes de Astápovo (pocos días después de haber escapado de su hogar en Yásnaia Poliana) dejó al mundo sin aliento y se convirtió en Rusia en un evento trascendental. Los trenes fueron copados por escritores, artistas y admiradores de todas las clases. Los campesinos acudieron a su funeral en masa y luego el país entero se paralizó en señal de duelo.
“La muerte de Ivan Ilich” es en cambio el relato de un oscuro burócrata cuya muerte no desata más que los comentarios de rutina y ningún acontecimiento de importancia. Lo importante es el fascinante tema de la muerte, el mismo que apasiona a los amigos con los que más frecuentemente me reúno, y en especial a un ingeniero y alquimista que no cesa en su búsqueda de una fórmula que le garantice la inmortalidad.
Con el típico realismo sicológico que caracteriza su obra, Tolstoi describe, con distanciamiento propio de un científico, las diferentes fases de la gravedad de Ivan Ilich, los dolores y cambios de ánimo, la desesperación creciente que acompaña al personaje en la medida en que su salud se deteriora.
Pero al final del viaje ocurre lo inesperado. El viaje termina, paradójicamente, con un mensaje de júbilo, con un final feliz, la felicidad de la muerte, si así se puede decir. Ivan Ilich recibe a la muerte, “la hermana muerte”, como diría Francisco de Asís, sin angustia ni miedo y casi con regocijo.
“Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte. En lugar de la muerte había luz”. Relato maravilloso y regocijante el de Tolstoi, como he leído pocos. Invito por eso a los lectores a disfrutar del texto completo en “Ciudad Seva, Hogar electrónico del escritor Luis López Nieves”. (PCS)]
A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Iván Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.
-¡Oh, oh, oh! -gritaba en varios tonos. Había empezado por gritar «¡No quiero!» y había continuado gritando con la letra O.
Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.
De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.
«Sí, no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serlo. ¿Pero cómo debía ser?» -se preguntó y de improviso se calmó.
Esto sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar.
En ese mismo momento Iván Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún.
Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento. Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.
«Sí, los estoy atormentando a todos -pensó-. Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me muera.» “Quería decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar? Lo que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su hijo y dijo:
-Llévatelo... me da lástima... de ti también... -Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya comprensión era necesaria lo comprendería.
Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «¡Qué hermoso y qué sencillo! -pensó-. ¿Y el dolor? -se preguntó-. ¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?»
Y prestó atención.
«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí. Y la muerte... ¿dónde está?»
Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.
En lugar de la muerte había luz.
-¡Con que es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!
Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese instante no se alteró. Para los presentes la agonía continuó durante dos horas más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente, luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.
-¡Es el fin! -dijo alguien a su lado.
Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.
(León Tolstoi).
Articulista
La obra de Lev Nikoláyevich Tolstói.
[“La muerte de Iván Ilich” es la gran pequeña obra maestra de Lev Nikoláyevich Tolstói (1828-1910), mejor conocido como León Tolstoi. “Su gigantesca figura -dice Marc Slonim- no sólo pertenece a la ficción; hacia fines del siglo XIX ocupó el primer plano de la escena espiritual del mundo. Su influencia en todos los aspectos fue tan fuerte, su impresión sobre el pensamiento y la vida rusos como precursor de la revolución tan profunda, su guía moral tan universal que se presenta como el más grande hombre producido jamás en Rusia”.
Muchos lo comparan solamente, por su aliento épico, con Homero y Shakespeare, y consideran que sus novelas cumbres, “Ana Karenina” y “Guerra paz” no han sido ni serán superadas.
Su sorprendente muerte, en la desolada estación de trenes de Astápovo (pocos días después de haber escapado de su hogar en Yásnaia Poliana) dejó al mundo sin aliento y se convirtió en Rusia en un evento trascendental. Los trenes fueron copados por escritores, artistas y admiradores de todas las clases. Los campesinos acudieron a su funeral en masa y luego el país entero se paralizó en señal de duelo.
“La muerte de Ivan Ilich” es en cambio el relato de un oscuro burócrata cuya muerte no desata más que los comentarios de rutina y ningún acontecimiento de importancia. Lo importante es el fascinante tema de la muerte, el mismo que apasiona a los amigos con los que más frecuentemente me reúno, y en especial a un ingeniero y alquimista que no cesa en su búsqueda de una fórmula que le garantice la inmortalidad.
Con el típico realismo sicológico que caracteriza su obra, Tolstoi describe, con distanciamiento propio de un científico, las diferentes fases de la gravedad de Ivan Ilich, los dolores y cambios de ánimo, la desesperación creciente que acompaña al personaje en la medida en que su salud se deteriora.
Pero al final del viaje ocurre lo inesperado. El viaje termina, paradójicamente, con un mensaje de júbilo, con un final feliz, la felicidad de la muerte, si así se puede decir. Ivan Ilich recibe a la muerte, “la hermana muerte”, como diría Francisco de Asís, sin angustia ni miedo y casi con regocijo.
“Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte. En lugar de la muerte había luz”. Relato maravilloso y regocijante el de Tolstoi, como he leído pocos. Invito por eso a los lectores a disfrutar del texto completo en “Ciudad Seva, Hogar electrónico del escritor Luis López Nieves”. (PCS)]
A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Iván Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.
-¡Oh, oh, oh! -gritaba en varios tonos. Había empezado por gritar «¡No quiero!» y había continuado gritando con la letra O.
Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.
De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.
«Sí, no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serlo. ¿Pero cómo debía ser?» -se preguntó y de improviso se calmó.
Esto sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar.
En ese mismo momento Iván Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún.
Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento. Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.
«Sí, los estoy atormentando a todos -pensó-. Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me muera.» “Quería decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar? Lo que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su hijo y dijo:
-Llévatelo... me da lástima... de ti también... -Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya comprensión era necesaria lo comprendería.
Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «¡Qué hermoso y qué sencillo! -pensó-. ¿Y el dolor? -se preguntó-. ¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?»
Y prestó atención.
«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí. Y la muerte... ¿dónde está?»
Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.
En lugar de la muerte había luz.
-¡Con que es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!
Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese instante no se alteró. Para los presentes la agonía continuó durante dos horas más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente, luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.
-¡Es el fin! -dijo alguien a su lado.
Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.
(León Tolstoi).