¿Cuándo cambiará República Dominicana
El proceso histórico de la República Dominicana se caracteriza por el caudillismo, el sesgo ideológico, la inconsistencia en el discurso, el transfuguismo, el pragmatismo político, la corrupción y la impunidad.
El encuadre sociopolítico de la contemporaneidad es el mismo de la segunda mitad del siglo XIX.
Parecería que como sociedad, en ciento setenta y tres años de vida republicana “independiente” hemos permanecido estáticos, sin cambios significativos. Leer a los intelectuales del siglo antepasado nos recrea los mismos atascos que hoy nos domeñan. Solo han cambiado las fachadas de los pueblos, que exhiben una engañosa y falsa modernidad. Pero las cuestiones fundamentales no han tenido la atención correspondiente por los dirigentes del Estado. Significa que irresponsablemente el liderazgo nacional ha ido aplazando la solución de nuestros problemas sustantivos, aprovechando los bajos niveles instruccionales de nuestras gentes.
Hoy dos problemas centrales golpean la sociedad dominicana: la pobreza y la corrupción. Con el actual modelo de gestión pública es imposible extirpar estos lacerantes elementos. Es que la desatención a la educación, por ejemplo, ha obedecido a una habilidosa maniobra de los dominantes para que no se desarrolle un nivel importante de conciencia y criticidad de los ciudadanos y ciudadanas para romper el modelo.
En sentido general, tenemos un Estado que carece de institucionalidad porque nuestros líderes se han
encargado de no producir soluciones de fondo a nuestros problemas, y de usar los resortes de poder en su favor y del grupo de adláteres que constituyen su anillo de poder. Otro problema que ha perseguido a la nación dominicana es la irresponsabilidad en el gasto público y la búsqueda alegre de empréstitos para mitigar déficits, situación que –incluso- incubó una odiosa intervención imperial durante el siglo pasado.
Hoy, que la Republica Dominicana tenga que destinar el 47% de su Producto Interno Bruto (PIB) para el pago de su abultado endeudamiento, es para alarmarse y asustarse. Significa que la mitad de nuestras riquezas la tenemos que dedicar a conjurar compromisos crediticios. Traducido todo esto en lenguaje sencillo, significa que estamos gastando más de lo que podemos; que para equilibrar el presupuesto nacional estamos cogiendo “fiado” o prestado recursos financieros de forma desbordada y que ya nuestra capacidad para poder pagar todo el “fiao” se está agotando.
El Banco Mundial, organismo que ha validado ésta alocada carrera de deudas, ha dado la alarma sobre los efectos catastróficos que esto pudiera tener, incluyendo dañar las perspectivas de crecimiento, incrementar la volatilidad macroeconómica y finalmente provocar una crisis fiscal que afectaría de manera negativa a los pobres.
Es tiempo de dar un frenazo en materia de endeudamiento externo, reorientar el presupuesto, ampliar la base de contribuyentes y extirpar la evasión fiscal.
Por Rubén Moreta
El autor es Profesor UASD,
27 abril, 2017.-