¡INSÓLITO!‏

 

Cuando los pobladores de Moca encaminaron sus pasos hasta su parroquia el 28 de abril de 1805 se percataron de lo que en aquel recinto sagrado había ocurrido. Quedaron atónitos, sorprendidos y enfurecidos al ver una escena infernal, patrocinada por uno de los militares haitianos más sanguinario que haya conocido la historia antillana.

Los ojos de los mocanos y del resto de nuestro territorio no salían de su asombro ante aquel drama, dejado atrás por las tropas del gobernante haitiano Jean-Jacques Dessalines, quien ordenó al general Henri Christopher perpetrar aquel genocidio.

En el presbiterio de la iglesia católica fueron encontrados 40 niños degollados por las huestes de Dessalines, dejando un “ejemplo” a la posteridad de los instintos primarios haitianos, que nuestra gente del Cibao sufrieron en carne propia.

En aquella estampida sin precedente de las tropas haitianas tras ser derrotadas en Santo Domingo por los franceses, las escenas dantescas protagonizadas por aquellos desalmados soldados haitianos, solo se equipara con los abusos de lesa humanidad de Hitler y sus secuaces.

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Niños descalzos fueron obligados a recorrer a pie decenas de kilómetros desde Moca y Santiago hasta la frontera; las parroquias encontradas en el camino fueron incendiadas, los sacerdotes fusilados y aquellos que corrieron con mayor suerte sufrieron humillaciones y castigos inenarrables.

A su paso por los caminos desde Santo Domingo, Moca y Santiago, el ejército de Haití hizo cenizas las casas de los lugareños, obligando a sus pobladores a huir a los bosques.

Otra crueldad llevada a cabo por las tropas haitianas, la padeció el sacerdote Pedro Tavares, con más de ochenta años de edad, a quien se le obligó a caminar un extenso recorrido hasta la frontera, punto en el que cayó exhausto, donde murió sin probar agua ni comida. Todo este insólito calvario se encuentra narrado por un hombre cuyos ojos quedaron petrificados por el horror de aquellas acciones brutales y despiadadas: Gaspar de Arredondo y Pichardo lo escribió en su “Memoria de mi salida de la isla de Santo Domingo el 28 de abril de 1805”.

Los ojos del ilustre jurisconsulto santiagués fueron testigos de escenas para una película de terror. Ya en
Santiago, las tropas de Christopher, bajo las órdenes de Dessalines, tomaron a los hombres prisioneros y los llevaron al cementerio donde se les degolló. No conforme con semejante barbarie, tomaron al presbítero Vásquez y 20 sacerdotes más a quienes mataron, le pegaron fuego a las cinco principales iglesias de la Ciudad Corazón para posteriormente echar por delante, camino hacia Haití, a 249 mujeres, 430 niñas y 318 niños, sobre los cuales las autoridades de este lado de la isla no volvieron a tener noticias. Cualquier cosa que nuestra imaginación recree pudo haberle ocurrido a los niños y mujeres. Se cuentan por miles los degollados por órdenes del general haitiano Jean-Jacque Dessalines.

Lo ocurrido también con los blancos franceses en la revuelta de los esclavos, se puede comparar con las atrocidades en el territorio nuestro. La condición de esclavo en la que vivió al llegar de África, le originó un odio racial del que Dessalines no se pudo desprender hasta el último día de su existencia, como ocurre con buena parte de aquellas poblaciones sometidas a situaciones de esclavitud, que el resentimiento aflora en cualquier momento.

De ahí se explica que los blancos franceses fueran quemados vivos por órdenes del gobernador general de Haití, Jean-Jacques Dessalines, cuando éste proclamó la independencia el 1 de enero de 1804 en Gonaives. Un año después, el propio Dessalines entra a la parte este de la isla donde arrasa con Azua y otros territorios del sur, sitiando la ciudad de Santo Domingo.

Las tropelías haitianas es consustancial con su espiritualidad, su cultura y creencias. Eso explica que cuando estuvieron ocupando ilegalmente la parte oriental de la isla, todos los pueblo sufrieron los rigores y los abusos de los militares haitianos: San Francisco de Macorís, Puerto Plata, Monte Plata, San Pedro de Macorís y Sánchez Ramírez.

Hay un episodio haitiano que se registró años antes de lo que acabo de narrarles, que describe muy bien la génesis de ese pueblo. Se trata del pacto hecho por esclavos y cimarrones haitianos en Bois Caïman, quienes en una ceremonia de vudú hicieron el compromiso , mediante el sacrificio de un cerdo negro cuya sangre fue ingerida por el grupo con el objetivo de acabar con todos los blancos.

En aquel ritual, una sacerdotisa mulata y el ex esclavo Dutty Boukman sellaron el pacto. Independientemente de la justeza y de los hechos impulsados por la lucha de clases que agitó las pasiones, el pacto por la independencia haitiana se produce en un ritual de vudú.

En el fragor de esa misma revolución, que no le quito justificaciones para emprenderla, las plantaciones de caña, de café y los ingenios fueron incendiados, lo que produjo una involución económica y social de siglos en la metrópolis más rica de la región, que generaba buena parte de los productos que consumía el mundo, el 40 por ciento del comercio exterior.

La historia haitiana está llena de heroísmo, de hazañas valientes, dignas, que no se pueden ignorar, pero también está adornada de los desatinos de Dessalines, Christopher y Duvalier, por solo mencionar tres, que instigan a grupos como el que irrumpió en el consulado dominicano en Puerto Príncipe, pero cuyos autores intelectuales se ubican en aquellos haitianos llenos de odio contra los dominicanos que, como en el pasado, solo los mueve la venganza contra nuestro país.

Es lastimoso que en esa empresa contra la Patria del más ilustre de los nuestros, Juan Pablo Duarte, haya traidores nacidos aquí, justificando la quema de nuestra bandera y tratando de vincular la muerte y posterior ahorcamiento de un haitiano, como si se tratase de factura criolla, a sabiendas de que en la psiquis de este pueblo, esos episodios no forman parte de la cultura ni naturaleza nuestra.

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