AL cumplir 35 años de mi llegada al Hospital Regional Jaime Mota (III)
Mi tercer y último ingreso al Hospital Regional Jaime Mota se produce hace poco más de 30 años, y es el más trascendental porque durante este período se producen grandes transformaciones en el Sistema de Salud a nivel nacional y a nivel local, donde todos los actores de la institución asumimos en mayor o menor medida los grandes retos, desafíos y compromisos que conlleva la implementación del actual modelo de salud.
Al finalizar mi especialidad con el más alto mérito que se concede a los egresados, Jefe de Médicos Residentes de Anestesiología y Reanimación, reingreso en 1984 sin la más mínima idea de todo lo grandioso que Dios me tenía reservado. Conseguir una plaza en cualquier hospital tenía que ser por riguroso concurso de oposición, que se publicaba en función de la disponibilidad de vacantes que generalmente se produce a mediados de cada año cuando un considerable grupo de médicos generales pasan a las residencias médicas.
En el concurso correspondiente no se publicaron posiciones para anestesiología, pero era permitido que los médicos especialistas concursaran a las plazas de médicos ayudantes (médicos generales). Cuatro médicos de diferentes especialidades ganamos en esa condición. Como los médicos ayudantes eran los responsables de las guardias intrahospitalarias de 24 horas era nuestra obligación hacerlas o pagarlas.
El salario bruto era de 540 pesos mensuales, y de ellos pagábamos 300 cada mes al médico general que nos cubría el servicio. Adicionalmente, de manera totalmente honorífica, realizábamos las guardias de emergencia del servicio de anestesiología por una semana corrida nosotros, y otra semana corrida nuestra única compañera titular. El técnico anestesista que existía estuvo fuera un par de años, más tarde reingresó. A todo esto se sumaba la ejecución del programa regular diario de cirugías electivas de las diferentes especialidades, y duplicar nuestras labores en las vacaciones de la compañera y viceversa.
Si las condiciones laborales eran difíciles en los dos períodos anteriores en que laboré como médico pasante y como médico ayudante, ahora eran pésimas. El shock que produjo la primera firma con el Fondo Monetario Internacional se reflejaba con crudeza indescriptible en los servicios de salud. Fresca están aún en mi memoria las imágenes de como los porteros del hospital, antes de la paciente llegar al médico de servicio, le anotaban en un papelito con exactitud todo lo que tenían que comprar para el procedimiento las embarazadas candidatas a cesáreas que llegaban por emergencia.
Tres soluciones endovenosas, un bajante de suero, ocho frascos de ampicilina 500 Mgs, cuatro ampollas de oxitocina, varias ampollas de analgésicos inyectables, jeringuillas y un rollito de esparadrapo tenían que ser comprados por los familiares. Una buena parte de estos y otros medicamentos eran vendidos en paleteras ubicadas en el mismo frente del hospital.
Las soluciones endovenosas se colocaban con la misma aguja que acompañaba al bajante, y con bastante dificultad lograba que me incluyeran en ese paquete la compra de un catéter endovenoso que para la fecha costaba alrededor de dos pesos y medio. El catéter es un dispositivo bastante seguro para mantener bien canalizada una vena y permite bajar mayor flujo de líquidos o sangre en los casos necesarios a diferencia de la aguja tradicional. Los cortes eléctricos eran insoportables, y con mucha frecuencia teníamos que concluir las cirugías con las luces de velas encendidas o con focos de pila.
POR VINICIO LÓPEZ