Al cumplir 35 años de mi llegada al Hospital Regional Jaime Mota (IV PARTE)
En esta cuarta entrega debo recordarles que el 1 de noviembre del presente año se cumplieron 35 años de mi ingreso como médico pasante en el Hospital Regional Jaime Mota. Ya mi tercer ingreso, recién graduado de la especialidad de Anestesiología y Reanimación en el 1984. El desarrollo de esta especialidad en la región era muy débil, por lo que con la colaboración de nuestros compañeros, nos vimos en la necesidad de introducir nuevas formas de manejo anestésico.
Para comenzar, utilizábamos el Eter como gas para la anestesia general inhalatoria en viejas máquinas no bien calibradas. Este producto impregnaba la sala, nuestras ropas y nuestro cuerpo con su fuerte olor. Tenía que ser utilizado a altas dosis y tardaba varios minutos llevar el paciente al plano anestésico deseado para el inicio de la cirugía. Cada vez que por necesidad lo utilizábamos nos producía un terrible dolor de cabeza. Pese a todos estos inconvenientes era un producto bastante seguro porque mantenía la presión arterial y la frecuencia cardíaca en niveles más o menos estables. Esto explica porque pese a ser utilizado por practicantes y enfermeras, durante tanto tiempo en que no había anestesiólogos, no se produjeran tantas muertes. Paulatinamente fuimos pasando al uso de otros gases anestésicos más actualizados.
Para las anestesias raquídeas, utilizadas en hernias, cesáreas, apendicitis y otras cirugías del bajo vientre, siempre se utilizaba la posición sentada del paciente, se practicaba la punción lumbar con agujas calibre 21 (demasiado gruesas) que se reutilizaban una y otra vez hasta provocar desgarros de los tejidos. Estas condiciones facilitaban que con demasiada frecuencia los pacientes presentaran dolor de cabeza invalidante durante varios días después de ser operados, sin poder sentarse en la cama ni ponerse de pies.
A mucha lucha fuimos logrando que se compraran agujas más finas calibre 25 (similar en grosor a las que se usan para vacunar los niños). Estas eran de metal y también se reusaban hasta que varios años después logramos que fueran desechables al primer uso. Igualmente fuimos cambiando la posición del paciente sentado al paciente colocado lateralmente, que es una posición mucho más fisiológica para el paciente, aunque más difícil para el anestesiólogo introducir la aguja en los espacios lumbares de la columna vertebral.
Los pacientes llegaban a las salas de cirugías sin soluciones endovenosas, razón por la cual el personal de anestesia tenía que canalizarlos al momento de iniciar la anestesia. Estos pacientes deshidratados, por estar a nada por boca desde la tarde anterior y por ser canalizados con las mismas agujas que acompañaban a los bajantes de suero, caían en hipotensión arterial tan pronto se instalaba la vasodilatación que produce la anestesia. De manera empírica se les inyectaba previamente con efedrina o effortil intramuscular para tratar de contrarrestar, no siempre con éxito, la caída de la presión arterial.
Convencimos y obtuvimos la colaboración de las enfermeras para que los pacientes llegaran desde sus salas habiendo recibido soluciones almenos por 500 cc. Con esta medida, y el uso del catéter endovenoso, minimizamos la frecuencia de hipotensión arterial en salas de cirugía. Más difícil fue convencer y/o forzar a los ginecobstetras a iniciar las cesáreas con las embarazadas ligeramente lateralizadas y no completamente boca arriba. En esta última posición la baja de la presión arterial (hipotensión supina) es casi segura al comprimir el peso del útero embarazado la vena cava, obstruyendo así el importe flujo de sangre venosa que regresa al corazón desde las extremidades y otras áreas abdominales.
También, con cierta resistencia fuimos rompiendo la vieja práctica, creada por necesidad, de que algunos cirujanos practicaban ellos mismos sus anestesias raquídeas y luego procedían a la ejecución del acto quirúrgico. Práctica bastante riesgosa que gracias a Dios es historia patria en nuestra Región.
POR VINICIO LOPEZ