Recordando a Antonio Guzmán: el final de mi gobierno
Los perredeístas se habían estacionado en ministerios y direcciones generales importantes durante el gobierno de don Antonio Guzmán, como era de esperarse. Pero, el empecinado afán del mandatario de desvincularse de Peña Gómez y de resaltar la individualización del poder que ejercía, permitió la ubicación de cuadros opositores en posiciones clave.
Guzmán convirtió en un clásico del lenguaje político dominicano su reiterada afirmación de que el suyo era "mi gobierno", insistiendo en el dicho en sus alocuciones públicas. Por lo tanto, "su" gobierno lo dirigía él, como debía ser además, y no otros, como el líder de su partido por ejemplo, a tono con lo que insinuaban algunos en corrillos periodísticos adversos y otros sugerían en peñas y coloquios.
Entre los ubicados en posiciones gubernativas que tenían un largo historial antiperredeísta, y en lo específico antipeñagomista, estaba el contralmirante Ramón Emilio Jiménez hijo, quien ocupaba la importante Cancillería de la República, a pesar de su larga hoja de servicios al balaguerato y el papel desempeñado por este alto oficial en las lomas de Ocoa durante la incursión guerrillera del coronel Francisco Caamaño.
Estas "ubicaciones" evidenciaban una necesidad del momento ante la inexperiencia gubernamental del nuevo Presidente y sus colaboradores. El PRD llegaba al poder prácticamente por primera vez. En la primera ocasión, el gobierno de Juan Bosch solo pudo permanecer siete meses al frente de la cosa pública. Pero, además, eran ahora otros los protagonistas del perredeísmo, luego de quince años desde aquella primera gestión gubernativa prontamente fracasada. Si examinamos a fondo la cuestión, el PRD en verdad era ahora cuando iba a conocer cómo se gobierna, y con tres lustros sin sus partidarios "ver a Linda" tenían que ser cautos y conservadores para poder sostenerse en el poder. Guzmán, hombre de recias formas, no estaba dispuesto a sufrir la humillación de un golpe como el que vio padecer a su viejo amigo Juan Bosch y de cuyo padecimiento él fue parte importante, ya que era Ministro de Agricultura de aquel gobierno sietemesino.
En la lista de ministros y altos funcionarios del gobierno de Guzmán se habían "colado" inexplicablemente para muchos perredeístas, algunos que le habían adversado calladamente o habían dado demostraciones cuasipúblicas de ojeriza a su candidatura. Entre estos figuraban por lo menos dos de los contertulios aquellos que, apenas cuatro semanas antes del 16 de agosto de 1978, se habían mofado de la personalidad de Guzmán y habían considerado un absurdo su ascenso al solio presidencial. Probablemente, ignorándolo, o quizá atendiendo las sugerencias de sus asesores que les urgían acallar las zambas de esos bufones, Guzmán les había entregado la dirección de importantes ministerios, mientras ellos -los coloquiantes de aquella reunión en Los Prados donde se denostaba a Guzmán- sumisos y cuerdos, se arremangaban las mangas de sus prejuicios anti-perredeístas y guardaban, tal vez para siempre, las lanzas de sus enconadas detractaciones.
Guzmán estaba dispuesto a las avenencias múltiples que dictara el momento, con tal de que lo dejaran gobernar y cumplir el periodo para el cual había sido elegido en unos comicios reñidos, en los que surgieron -tanto durante el proceso mismo como luego de que se cerraran las urnas de votación y se determinara el triunfo perredeísta- innumerables contratiempos. Poco a poco se iría mostrando, sin embargo, una nueva realidad. El enemigo más mortífero estaba dentro del mismo PRD y no necesariamente en el núcleo opositor, cuyos dirigentes aletargados tras la derrota y temiendo que Balaguer, a causa de sus achaques, ya no podría volver por sus fueros, se mantenía dedicado a otros menesteres, esperando por una nueva oportunidad que, en lo inmediato, parecía remota.
Pasaron pocos meses después del ascenso de Guzmán, cuando sus opositores dentro del PRD iniciaron el proceso de consolidación de la tendencia de Salvador Jorge Blanco. Los más fuertes alegatos contra la supuesta corrupción del gobierno guzmanista, e incluso los epítetos más denigrantes contra Guzmán, sus familiares y el vicepresidente Majluta, que luego constituyeron los handicap de su régimen, no provinieron de la oposición reformista, sino de la oposición interna jorgeblanquista que creó el eslogan "manos limpias" para realizar una exitosa campaña electoral que mantuvo vivo al PRD como instrumento político gobernante, pero que agrietó marcadamente su fortaleza interna.
Cuando las insidias, las calumnias y las aspiraciones presidencialistas desaforadas se incuban dentro del mismo grupo político y no en la acera de enfrente, no solo se entregan las mejores armas al enemigo para justificar su lucha contra su rival, sino que se comete un acto de felonía grupal casi insalvable, que más tarde o temprano cobra sus réditos y profundiza divergencias que pueden luego resultar fatales para la organización que representan los contendientes del mismo estadio. Con Guzmán y Jorge Blanco esta premisa se demostró con creces, y el PRD bajó del poder de malas maneras en 1982 y tardó 18 largos años para recuperarlo, aunque solo pudo mantenerlo por cuatro años.
Ciertamente, los escándalos de corrupción fueron más nutridos que la propia obra gobernante de Guzmán, cuyo máximo logro fue mantener incólume el edificio de la democracia y alejar a los militares de la vida política activa. Al final de su mandato, su popularidad había mermado tan considerablemente, según encuestas publicadas entonces, que el porcentaje de aceptación de su gobierno estaba por debajo de los veinte puntos, algo ciertamente preocupante, factor que, aunque no se ha esgrimido como elemento de consideración para evaluar las razones de su suicidio, pudo haber pesado mucho en el ánimo de aquel mandatario de rostro rozagante que en las últimas semanas previas a su trágica muerte, vio blanquear totalmente de blanco su cabellera y perdido su estilo vigoroso.
Cuando Guzmán abrumado por las contingencias y deprimido por las inconsecuencias, conmutó las penas y penalidades de sus propios partidarios con su suicidio, justo la víspera de la efeméride partidaria más celebrada por su organización -la de la llegada de la avanzada perredeísta del 5 de julio de 1961- el PRD se encontraba fuertemente dividido, pendía la amenaza de cuestionamiento judicial al gobierno guzmanista de parte de las nuevas autoridades electas, y el final de un presidente populista se acercaba con obvio abandono de quienes comenzaban a arrimarse al nuevo trono jorgeblanquista.
Cuando el féretro de Antonio Guzmán, el hombre cuya candidatura había llevado al PRD al poder luego de quince años fuera del mismo, llegó a la Catedral de Santiago Apóstol, para las exequias previas a su enterramiento, la división del perredeísmo era clara y contundente. En primera fila, frente al altar mayor del viejo templo santiaguense, el presidente electo Salvador Jorge Blanco, vestido de riguroso negro, hacía uso de gomas de mascar -algo que me llamó poderosamente la atención, encontrándose el suscrito a pocos metros del futuro gobernante- despreocupado en apariencia de todas las conjeturas que ya se abrían sobre las posibles causas del suicidio de Guzmán.
Cuando el cortejo fúnebre avanzó, la familia de Guzmán solo quiso dejarse acompañar de sus deudos más cercanos y de los colaboradores más distinguidos de su gobierno, entre los cuales se encontraban aquellos que no tenían militancia perredeísta. Al momento de tocar el clarín, y cuando los restos del presidente-agricultor bajaban a la fría loza sepulcral, un amigo íntimo de la familia y prestante funcionario de "su" gobierno, Rafael Cáceres Rodríguez -nieto de Mon Cáceres, compañero de promoción de su yerno, José María Hernández y quien sirviera como Consultor Jurídico del Poder Ejecutivo- pronunció, por encargo de la viuda y de su hija Sonia, el panegírico de lugar. Muchos comentaron entonces, en el mismo acto, que los familiares se negaron a aceptar que el doctor Peña Gómez pronunciara la despedida final de aquel viejo compañero de larga y difícil militancia política.
(El pasado 4 de julio se cumplió el 32º aniversario del suicidio en sus oficinas del Palacio Nacional del presidente Antonio Guzmán. Nadie recordó el suceso, ni en la prensa ni en la nuevamente dividida militancia del que fuera su partido). /FUENTE: DIARIOLIBRE/.
www. jrlantigua.com