La niña Maran va a la guerra
A pesar del traje de camuflaje y de las horas que ha pasado frente al espejo entrenando su cara de chica dura, Maran Bawk Ra no da mucho miedo. Y eso que es una de las instructoras del principal campo de entrenamiento para reclutas del Ejército Independentista Kachin (KIA, en sus siglas en inglés), que cuenta con unos 25.000 efectivos. Tiene maneras suaves y sonrisa tímida. A ella lo que realmente le habría gustado es estudiar Medicina, y no haber tenido que empuñar un fusil.
Aunque sea de madera. No obstante, la cruda realidad de su tierra, el Estado Kachin de Myanmar —conocida como Birmania hasta que la Junta Militar le cambió de nombre, de bandera y de capital—, se impuso en su vida hace casi un año. Fue entonces cuando Ra dejó las aulas y decidió vestir el uniforme del KIA “para evitarle más sufrimiento a la gente”. Ahora tiene 16 años.
Sus compañeras son de la misma quinta. La menor de este grupo de medio centenar de adolescentes mal uniformadas confiesa tener 15 años, aunque aparenta menos, y lo mismo sucede en el contiguo barracón que ocupan los aspirantes varones a guerrillero. La frontera de la mayoría de edad es aquí muy difusa y tiene poco que ver con la fecha de nacimiento. No en vano, el KIA es el mayor de los seis grupos étnicos armados a los que Naciones Unidas acusa de utilizar a menores. “Tenemos que luchar para labrarnos un futuro en libertad”, asegura Ra mirando de reojo al oficial treintañero que supervisa la conversación con EL PAÍS. Las reclutas asienten en silencio.
No se sabe cuántos menores ha reclutado el KIA, ni cuántos utiliza el ejército regular birmano
Todas ellas pasarán los próximos tres meses en el campamento que el KIA tiene en las afueras de Laiza, una pequeña ciudad fronteriza con China que sirve ahora de cuartel general de la guerrilla. “Primero aprenderán la disciplina más básica, así como los principios políticos del KIO (Organización para la Independencia de Kachin, que gobierna los territorios liberados del Estado nororiental)”, explica Ra, responsable de esa parte del adiestramiento. “Luego llegan las clases de tácticas militares y el entrenamiento con armas ligeras y granadas de mano. Se acaba con una semana de práctica en la jungla”.
Después ya no hay más simulacros. Porque lo que se libra a pocas decenas de kilómetros del campamento de Ra es la última guerra de Birmania. El KIA es uno de los pocos grupos étnicos armados del país que no ha firmado un alto al fuego con el Gobierno de Naypyidaw, cuyos máximos dirigentes colgaron sus galones de generales en 2010 para vestir ropa de civiles y dar comienzo a una transición democrática que debería culminar en 2015 con unas elecciones “libres y justas”. Y es también el único que continúa combatiendo al Ejército.
“No nos queda otra alternativa”, afirma Myitung Seng Pan, otra adolescente de 17 años que asegura haberse alistado por convicción y contra los deseos de su familia. “Vivía con mi madre y mis dos hermanos en la zona controlada por el Gobierno y nos vimos forzados a abandonar nuestra casa cuando comenzó la guerra. Los soldados saquean las viviendas, violan a las mujeres y matan a la gente”.
El acuerdo de no agresión que estuvo en vigor durante 17 años se rompió en junio de 2011 y, a pesar de las múltiples conversaciones de paz que protagonizan periódicamente ambas partes, los choques continúan dejando un reguero de muertos.
“El Ejército es más fuerte que nosotros y tiene más medios”, reconoce Pan, consciente de que terminará empuñando uno de los rudimentarios fusiles semiautomáticos fabricados en los talleres artesanales que opera el KIA copiando el diseño del AK-47. “Pero nosotros creemos en Dios”. Como el resto de los guerrilleros kachin, y a diferencia de la mayoría de los birmanos, que profesan el budismo, ella es cristiana. “Por eso no tengo miedo”, asegura. “Sé lo que estoy arriesgando. Mi madre quiere que forme una familia, pero mi objetivo es llegar a oficial”.
No lo va a tener fácil, porque Pan no destaca por su destreza y el instructor la regaña a menudo. Su falta de aguante y de coordinación la paga con un castigo físico: Pan recibe varios golpes en las nalgas con una fina vara de madera frente al resto del pelotón. Aguanta sin rechistar, y se retira con un saludo militar.
“El entrenamiento es muy duro físicamente. Muchas veces lloramos”. No se sabe cuántos menores ha reclutado el KIA, ni cuántos utiliza el ejército regular birmano a pesar de que el Gobierno aseguró que no quedaría ninguno desde el pasado 1 de diciembre. La ONU acusa a ambos de tenerlos en sus filas, pero tampoco aporta cifras al respecto. En cualquier caso, son demasiados.
Las posturas parecen irreconciliables. El KIA afirma que no cejará hasta conseguir el establecimiento de un verdadero Estado federal. Y esa no es una aspiración nueva. Los colonizadores británicos prometieron a las minorías étnicas que pueblan el explosivo cóctel social de Birmania la independencia o la convivencia en un Estado federal, al estilo del que nació en India.
Con ese horizonte en mente, los kachin, y otros grupos étnicos, dieron su vida junto a las tropas aliadas en la lucha contra los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, en 1948, el artífice de la independencia del país, Aung San —padre de la actual líder de la oposición, Aung San Suu Kyi—, reiteró esa promesa. Pero jamás se cumplió.
Las consecuencias todavía se pagan. La guerra ha provocado que en el territorio que controla el KIA se refugien más de 80.000 personas en campos de desplazados que carecen de las infraestructuras más básicas. Allí, la desesperación y el adoctrinamiento hacen que los adolescentes sueñen con vestir el uniforme del KIA y con disparar un arma contra los soldados. Langjaw Nu Kai, sin embargo, sabe que el conflicto no es un juego.
Tiene 11 años, y justo hace uno que su vida se truncó para siempre. A finales de diciembre de 2012, el Ejército decidió atacar Laiza con artillería pesada y helicópteros de combate. “Era pronto por la mañana, había mucho ruido de disparos, así que salimos corriendo de casa en busca de refugio”, recuerda su hermana mayor, de 15 años. “Justo entonces comenzó un bombardeo. Cuando terminó, descubrimos que Nu estaba en el suelo y que la metralla la había alcanzado”.
Con tan mala suerte que le afectó a la espina dorsal. Desde entonces, ha perdido la movilidad en las piernas y siente fuertes dolores que le impiden dormir. El KIA donó unos 1.200 euros para que acudiese a un hospital en Mangshi (China), pero no fue suficiente y ahora no puede pagar el resto de operaciones que necesita para retirar el metal de su cuerpo. Además, el padre de Nu, un oficial guerrillero, murió en los combates de 2011.
“Me dicen que tendría que alistarme para vengar a mi familia y liberar a mi pueblo. Pero yo no quiero dispararle a nadie, así que mi madre quiere casarme con alguien para que deje de ser una carga. No entiendo por qué estamos en guerra, solo pido que dejen de matarnos. Luego sabremos perdonar”.
Por Zigor Aldama