DOMINGO ESPECIAL: Tellagorri, el marino manco, tuerto y cojo que derrotó a Inglaterra
Esta derrota se produjo en el mar Cartagenas de indias
Fue con esta nueva Armada Invencible que, teniendo ciento ochenta navíos, era mayor que la de Felipe II y la segunda más grande de todos los siglos, después de la armada que atacó las costas de Normandía en la II Guerra Mundial.
El ejército invasor inglés, comandado por el almirante Edward Vernon, lo constituían veintitrés mil seiscientos soldados, entre ellos dos mil setecientos hombres de las colonias norteamericanas, comandadas por Lawrence Washington, hermano del futuro libertador de los Estados Unidos, y tres mil piezas de artillería.
Las posesiones españolas estaban defendidas por dos mil ochocientos hombres y seis navíos.
Inglaterra estaba tan segura de su victoria que mandó acuñar monedas celebrando el triunfo en las que se leía "La arrogancia española humillada por el almirante Velmon y Los héroes británicos tomaron Cartagena, abril 1, 1741"; en ellas aparecía el almirante recibiendo la espada de Blas de Lezo, quien, arrodillado, la entregaba a su conquistador.
El virrey Eslava, jefe político y militar del Virreinato, tenía la confianza de que el almirante Torres habría de venir en auxilio de Cartagena, pues su flota estaba anclada en La Habana a la espera de la señal de que el inglés atacaría.
El plan de defensa contemplaba un ataque de Torres por la espalda de Vernon empeñado en el sitio de la plaza. Pero Torres nunca llegó en su auxilio, quizás porque se cansó de esperar un ataque que no llegaba, o porque el buque de aviso fue capturado por los ingleses.
Estas fallidas esperanzas enfrentaron al vasco Blas de Lezo y al virrey sobre la estrategia de la defensa y, al final, el virrey tuvo que reconocer que se había equivocado, no sin antes restituir el mando a Lezo, quien había sido injustamente destituido.
Sin embargo, el odio contra el general Lezo continuó hasta el punto de que Eslava dio malos informes suyos al rey de España, Felipe V, quien quiso hacerle un juicio de responsabilidades.
Este comunicado llegó demasiado tarde, pues Lezo ya había muerto de enfermedades contraídas por la peste que azotó la ciudad salvada por su mano.
El hecho es que el 20 de marzo toda la escuadra enemiga se dirigió contra Bocachica, la boca de entrada a la bahía de CARTAGENA.
Ocho navíos de guerra bombardearon los fuertes, desde la batería de Chamba, hasta la de San Felipe y Santiago y ellos mismos recibían el feroz castigo de los bravos de España.
Durante tres horas y media fue vomitado sobre ellos un fuego mortífero, que, hacia las dos y media de la tarde, obligó a su defensor, el capitán de Batallones de Marina, Don Lorenzo de Alderete, a retirarse al castillo San Luis, frente a tan graves pérdidas de hombres.
Quedaban desmanteladas las tres baterías en las que apoyaba la defensa del San Luis, por tierra y mar, y abiertas las playas para un desembarco.
Quinientos once hombres se apiñaron en el San Luis a defenderlo.
El asalto y bombardeo del enemigo continuó durante ocho días con sus noches. La situción del Castillo se tornaba desesperada, ya que éste no resistiría los fuegos cruzados de tierra y mar, y cualquier brecha abierta implicaría el intento de una toma por las fuerzas de asalto.
Cuatro navíos con 280 cañones comenzaron a bombardear a los navíos españoles impunemente porque ya la artillería del Castillo no era nutrida ni efectiva. La "Galicia" prendió fuego dos veces.
Al castillo San Luis se le había derrumbado toda la muralla desde el ángulo de tierra hasta el ángulo de mar, presentando una brecha de tal envergadura que ya el enemigo podía cargar por tierra, lo cual hizo a bayoneta calada. Eran demasiados y se tuvo que tocar retirada.
TODA LA NOCHE LAS FRAGATAS Y LAS BOMBARDAS APOYARON EL DESEMBARCO ENEMIGO. A LA MADRUGADA SIGUIENTE EL CASTIGO ARTILLERO NO HABÍA CESADO.
El virrey Eslava ordenó echar a pique El Dragón y El Conquistador, los dos últimos buques que le quedaban a Lezo, en un intento por impedir la navegación hacia el interior de la bahía.
Esto volvió a enfrentar a Lezo y al virrey. Todo fue en vano, porque Vernon desembarcó a las puertas mismas de la ciudad, dispuesto a asediar al castillo San Felipe, el más poderoso baluarte de España en América.
A las nueve y cuarenta y cinco de la mañana del 13 de abril comenzó el bombardeo sobre la ciudad amurallada, mientras otra escuadra asediaba, simultáneamente, al fuerte Manzanillo. Las bombas habían caído por primera vez sobre la Heroica.
Ese mismo día desembarcaron mil quinientos hombres dispuestos a consolidar una cabeza de playa desde la cual se aprestarían a lanzar una ofensiva general contra el castillo San Felipe.
Los británicos también desembarcaron en la isla de Manga y emplazaron morteros para batir el Fuerte desde su orilla, separada por el Caño de Gracia.
Toda la noche las fragatas y las bombardas apoyaron el desembarco enemigo. A la madrugada siguiente el castigo artillero no había cesado y ya tres mil hombres se hacían fuertes en el Playón.
Cuando el almirante Vernon ordenó bombardear el castillo de San Felipe, poderoso baluarte de los españoles atrincherados tras sus murallas, Lezo dispuso una defensa numantina que se prolongó durante varias semanas. El saldo, favorable a los españoles, se cerró con cerca de SEIS MIL caídos ingleses.
El enemigo entró en Gabala y la Quinta, asegurando el área mientras los españoles retrocedían hasta el Playón de San Lázaro.
Una compañía de Granaderos, diezmada, había quedado totalmente aislada del cuerpo de ejército que defendía el San Felipe.
En el Playón se atrincheraron como pudieron, mientras eran cercados totalmente por el enemigo que no daba tregua.
Todas la noche prosiguió el bombardeo, mientras las tropas británicas avanzaban, imparables, hacia el cerro de La Popa.
El 17 caía el convento de La Popa y la bandera británica comenzaba a ondear en él. La situación no podía ser más sombría para la Ciudad Heroica.
Estaban a menos de un kilómetro de San Felipe y en terreno elevado, a las puertas mismas del burgo. La ciudad amurallada estaba al borde del colapso y sólo había que apoderarse del castillo y comenzar a batirla desde allí.
Sólo un milagro salvaría el Fuerte; con él, a Cartagena de Indias, y con Cartagena, el imperio español.
El Castillo se encuentra en dirección sereste de la ciudad amurallada en las inmediaciones del arrabal de Getsemaní, situado a menos de un kilómetro de la villa.
Varias ideas del general decidieron la suerte de las armas españolas. En primer lugar, la excavación de un foso alrededor de la muralla del castillo con el propósito de que las escaleras de asalto de los ingleses no alcanzasen a coronar la cima.
La segunda, la excavación de trincheras en la ladera sureste del cerro donde se asentaba el Castillo.
Era una larga y zigzagueante trinchera en forma de zeta que descendía por la ladera y que permitía cubrir varios flancos.
Lezo había decidido batirse con los ingleses en el campo y no permitir que lo asediaran dentro de los muros, ni que la artillería castigara las murallas.
La tercera idea de Lezo fue despachar dos soldados españoles a las filas enemigas a actuar como desertores; su misión era desviar el grueso del ejército hacia la cortina oriental del fuerte bajo el engaño de que por allí la escalada de la muralla sería más fácil.
Fue así como quedó montada y creída la trampa más inverosímil en la historia de la guerra.
Los supuestos desertores se aprestaron a conducir a los ingleses en la oscuridad hacia la ladera oriental, donde, según habían explicado al alto mando inglés, había un punto por donde escalar.
Finalmente los ingleses acordaron atacar al castillo San Felipe por los cuatro costados.
El jueves 20 de abril, a las 3:45 de la madrugada las primeras avanzadas enemigas se aproximaron al Cerro por la parte que mira hacia la quebrada del Cabrero. El aire estancado de la madrugada llevaba el olor pestilente de los cadáveres insepultos.
En las primeras horas la avanzada del sur fue mantenida a raya. Oleada tras oleada de ingleses marchaba incontenible.
Los cañones de La Popa bramaban. Siete horas después de iniciados los primeros combates, dos mil ochocientos hombres avanzaban en plena formación por el sur, el oeste y el norte; los del este, en cambio, tenían serias dificultades para reagruparse dado el nutrido fuego que recibían en la trampa tendida.
A pesar de esto, comenzaron a tender las escaleras, pero resultaron muy cortas por el foso que habían cavado los españoles, faltándoles dos metros para coronar la altura; en esas circunstancias era imposible sobrepasar el empinado obstáculo.
Se dio la orden de retirada y las escaleras fueron abandonadas sobre la muralla, con sus patas dentro del foso abierto. El ataque por el este había fracasado.
Ante el fracaso inglés de sus ataques por los costados, se decidió concentrar el combate en un solo flanco. Sin embargo, el avance de los ingleses por la ladera era lento y costoso en hombres, pues el zigzag de la trinchera presentaba múltiples flancos de defensa que cogía a los atacantes entre varios fuegos.
Por el sur, el fuerte de Manzanillo y por el suroeste, el de San Sabastián del Pastelillo, en la isla de Manga, eran también atacados por mar y tierra.
Cuando Vernon observó desde Punta Perico que sus buques estaban recibiendo el fuego de Getsemarní y San Sebastián del Pastelillo, envió un correo a dar la señal de que los navíos debían retroceder.
Esto irritó a sus generales, que esperaban un mayor apoyo de la artillería naval, sin la cual, a su juicio, sería imposible la torna de la plaza. Sin embargo, los ingleses habían distraído mucha tropa en atacar demasiados frentes a la vez, en lugar de concentrarla en reducir el San Felipe.
Vernon había cometido el más importante error de la guerra que siempre la gana no quien más aciertos tenga, sino quien menos errores cometa.
Al mediodía los españoles hicieron toque de oración y el fuego se suspendió en la ladera del San Felipe…
Los ingleses volvieron a admirarse de aquella otra escena surrealista. Hombres con las caras cubiertas de sudor, tierra y pólvora, aprovechaban el respiro para frotarse los ojos, secarse el sudor y poner la rodilla en tierra y rezar el Ángelus.
Sólo se dejó oír el rumor de los cañonazos que en la distancia se aban apagando. El frente había quedado sobrecogido por un silencio.
Tras la oración, el clarín de la guerra tocó de nuevo. El fuego de ambos bandos volvió a devorar a los hombres. Pero el ataque comenzó a perder fuerza y contundencia. Los ingleses echaron otros cuatrocientos hombres frescos al combate para recuperar el empuje del asalto. Todo fue en vano; el calor del mediodía estaba en pleno vigor y un sol de justicia comenzaba a haber mella en los atacantes.
Tres mil doscientos hombres habían sido,finalmente, detenidos por ochocientos cincuenta hambrientos, pero valientes soldados españoles neogranadinos.
En las trincheras arreciaba el combate cuerpo a cuerpo y los soldados hacían uso de bayonetas, dagas y pistolas. La superioridad numérica del enemigo, no obstante, amenazaba desbordar las filas españolas.
La línea de combate estaba detenida a los pies de la muralla. Las trincheras habían sido rebasadas en algunos puntos y las casacas rojas y azules se entremezclaban, exhaustas, sobre las trincheras.
Es justo este momento, cuando Blas de Lezo ordena a Desnaux lanzar a los últimos trescientos hombres que servían los cañones.
Silenciada por la historiografía británica, la justicia histórica está recuperando en nuestros días la figura de BLAS DE LEZO, a quien sus contemporáneos apodaron “medio hombre”, ya que era tuerto, manco y cojo.
La carga fue de un empuje terrible.
El ejemplo fue imitado por el resto del ejército defensor, que comenzó a proferir gritos de victoria y muerte a los herejes; los primeros cuatrocientos ingleses de la fuerza de choque comenzaron a retroceder, primero con asombro, luego con pánico y en desorden.
Pronto, esto contagió a los demás asaltantes, que detuvieron, estupefactos, el ascenso, mientras otros retrocedían queriéndose poner a salvo.
Una gigantesca brecha se abrió en las filas enemigas, que no podía ser reparada: a los ingleses les flaqueaba el ánimo.
Los españoles persiguieron a las tropas inglesas que, presas del pánico, corrían hacia abajo, los unos rodando, los otros tropezando y cayendo y los otros, con la punta de la bayoneta rascándoles las costillas.
Los que caían eran traspasados en el suelo; los que eran alcanzados, emitían un grito de dolor y rodaban a tierra; los que no, huían despavoridos, soltando las armas para correr más rápido.
Otros se arrodillaban y pedían clemencia, entregando las dagas.
Los españoles y criollos no daban tregua.
Persiguiron a los ingleses hasta La Popa, donde quedaban sólo artilleros, y de donde el enemigo también huyó despavorido. La compañía de Granaderos fue rescatada de un seguro aniquilamiento.
Los ingleses no pudieron evacuar mucha tropa que, arrinconada contra el mar, soltaba las armas y se rendían. Muchos se tiraron al agua, pero los barcos de Vernon estaban muy distantes para auxiliarlos.
Sus baterías cayeron, finalmente, en poder de los españoles y la bandera de los ejércitos reales volvió a ondear flamígera en el mástil de la popa; Lezo ordenó a sus unidades que desde el Cerro entonaran los toques de guerra y se le rindieran honores militares a la bandera.
Cartagena, por primera vez desde la invasión, respiraba con alivio, mientras los prisioneros eran conducidos a filo de bayoneta hacia el interior del fuerte.
El sitio había durado sesenta y siete angustiosos días.
EL SALDO DEL COMBATE
Las bajas totales de los ingleses, por enfermedades y combates, habían sido descomunales: cerca de seis mil muertos, de los cuales dos mi quinientos habían sido causados en la lucha y tres mil quinientos por el “vómito negro” y “fiebres carceleras”; los combates les causaron siete mil quinientos heridos, de los cuales muchos murieron en el trayecto a Jamaica.
En Cartagena había sucumbido la flor y nata de la oficialidad imperial británica. También habían perdido seis navíos de tres puentes, trece de dos y cuatro fragatas, además de veintisiete transportes , y en que los sobrevivientes tuvieron que ser apiñados, unos contra otros, porque no cupieron en las embarcaciones.
Igualmente destruidos o caídos en poder de los defensores había unos mil quinientos cañones, innumerables morteros, tiendas, palas, picos, equipos y pertrechos de todo tipo.
Esto supuso una grave pérdida para la flota de guerra de la armada británica que había, prácticamente, quedado desmantelada por España.
Los españoles perdieron ochocientos soldados, entres neogranadinos y peninsulares, y tenían mil doscientos heridos en los hospitales de la plaza; además, perdieron seis barcos de guerra y varias embarcaciones menores; también sufrieron la destrucción de todos los fuertes, aunque menos lesionado había salido el castillo San Felipe de Barajas.
La ciudad y sus fortificaciones, castillos, baterías, fuertes y trincheras, habían recibido el impacto de veintiocho mil cañonazos y ocho mil bombas.
Éstos, a su vez, habían disparado nueve mil quinientos tiros de cañón de todo calibre mientras duró el sitio.
INGLATERRA OCULTA SU DERROTA.
Se prohibió escribir partes oficiales sobre la batalla contra Cartagena. Con la estrella inglesa rumbo a su cénit, era inapropiado que un acontecimiento de éstos pudiera hacerle sombra.
También ocultó las monedas y medallas dispuestas para la victoria; enterró en el olvido su desmantelada armada, y no le adelantó ningún juicio de responsabilidades a su derrotado almirante.
España, en cambio, olvidó a Lezo, y lo destituyó del mando de la plaza por intrigas del virrey Eslava; con él enterró en el olvido aquellas jornadas gloriosas en las que este marino, manco, tuerto y cojo, dio buena cuenta de otra Armada Invencible.
La derrota fue la mayor humillación que nación alguna hubiese sufrido, particularmente por la superioridad de las fuerzas y las celebraciones anticipadas de la victoria, aunque cuando se murió Vernon, se le enterró en el panteón de los héroes nacionales, la Abadía de Westminster, con una falaz leyenda que en su tumba rezaba: Sometió a Changres y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria.