DOMINGO ESPECIAL
Juan Domingo Perón hablaba como un filósofo, era milico y mujeriego
Por Aurora Venturini Escritora. Su último Libro Es “El Marido De Mi Madrastra”. Trabajó En La Fundacion Eva Perón.
El hombre público en el ámbito privado. Pocas figuras han marcado nuestra sociedad como Perón, por eso es importante conocerlo desde una mirada leal –la autora, militante peronista, fue torturada por la Revolución Libertadora– pero reveladora. Meses atrás publicamos un texto de Venturini sobre Eva; con el de hoy completamos la producción.
Por Aurora Venturini Escritora. Su último Libro Es “El Marido De Mi Madrastra”. Trabajó En La Fundacion Eva Perón.
El hombre público en el ámbito privado. Pocas figuras han marcado nuestra sociedad como Perón, por eso es importante conocerlo desde una mirada leal –la autora, militante peronista, fue torturada por la Revolución Libertadora– pero reveladora. Meses atrás publicamos un texto de Venturini sobre Eva; con el de hoy completamos la producción.
Cómo podría olvidarme del día en que conocí a Juan Domingo Perón? Ninguno de los que estábamos allí podría hacerlo. Su presencia marcó mi vida como nadie y me transformó por completo.
Yo estudiaba en la Facultad de Humanidades en La Plata y venía de una familia radical. Como varios en esa época, era una mosca blanca en la familia: universitaria y con ideas libertarias en plena década del 40, ¿a quién se le habría ocurrido? Las chicas como yo, a lo sumo, llegaban al magisterio. Pero yo estaba ahí el día que vino a hablar con nosotros ese coronel que andaba armando tanto revuelo. Nos habíamos reunido fuera de la universidad, llevábamos un distintivo donde se leía DLDL, que quería decir: “Déle, déle, General” y estaba dirigido a Edelmiro Farrell, que había encabezado la revolución del 43.
Que nos hablaran de revolución nos encendía.
Era lo que buscábamos, aunque Farrell no encarnara esa idea en el sentido que nos interesaba. Sin embargo, nosotros intuíamos que se estaba planeando algo más profundo y que ese coronel al que todavía no le habíamos visto la cara podía ser el hombre indicado para llevarla adelante. Se comentaba que le había dicho a Farrell: “Déme la Secretaría de Trabajo y Previsión, es la palanca con la que yo le voy a mover el país”. Y vaya si lo hizo.
Era joven, el hombre más buen mozo que yo hubiera visto; las chicas que estaban conmigo compartían esa opinión. Quedamos fascinadas. Además, hablaba como un filósofo.
A las chicas nos dio un beso, y a los muchachos, la mano firme y generosa. A mí me impresionó de entrada la manera de saludar, porque aunque era dueño de una gran cortesía y educación, entablaba una proximidad que abolía las distancias. Sin conocerlo ya nos sentíamos a gusto con él. Daba ganas de estar a su lado. Un hombre que sabía llegar al corazón de las personas.
Mentiría si dijera que recuerdo qué fue lo que nos dijo. Sólo sé que mientras hablaba parecía que estábamos parados en el aire, tan extraordinaria era su capacidad de persuasión. La voz era conquistadora; la actitud, casi histriónica sin ser exagerada. Tenía un ademán muy suave, hacia afuera, siempre con el gesto de dar. Y gozaba del extraño don de aunar distinción con popularidad. Ese fue siempre el secreto de su carisma extraordinario.
¿Qué verdades encerraba su discurso? Lo ignoro, pero tuve la certeza de que sus palabras nos habían convencido de una vez y para siempre. En La Plata, nos volvimos locos por él, fuimos feroces porque queríamos el cambio a toda costa y sabíamos que él era el único capaz de llevarlo adelante. Ese día, cuando se fue, recuerdo que le dije al doctor Tomás Bernard, que estaba a mi lado: “Lo único que sé es que a este hombre le respondería con la vida”.
Mientras tanto, su estrella iba en ascenso y eso era algo difícil de soportar para alguna gente. Al enterarnos de que lo habían metido preso en Martín García, los jóvenes nos levantamos como leones; muchos de los nuestros llegaron a cortar árboles y arrancar los postes de luz para darlos contra las puertas de la Casa de Gobierno. Yo veía cómo de todas partes salía el pueblo a defenderlo. La eclosión fue extraordinaria; habían levantado el Puente Avellaneda para evitar la concentración y la gente cruzaba el Riachuelo a nado. ¡Creían que iban a detenernos!
Perón era muy astuto, sabía moverse subrepticiamente, que es una de las condiciones necesarias para hacer política de alto vuelo. Por entonces, estaba noviando con Eva y le mandó una carta desde la cárcel, donde le decía: “Chinita, voy a dejar la política, me voy a casar con vos y nos vamos a vivir al campo”. La carta la abrieron y decidieron traerlo de vuelta porque dejaron de considerarlo peligroso.
Qué ingenuos. Urdió eso para engañarlos, jamás hubiera hecho algo así. El 17 de octubre los militares se dieron cuenta de lo que significaba ese hombre, habían jugado con fuego y se quemaron.
El regreso fue apoteótico.
Perón salió al balcón en camisa, algo inusual para la época. Era capaz de pensar hasta en ese golpe de efecto: mostrarse como uno más. Yo lo vi porque estaba en la Plaza. Fue divino.
Más tarde, cuando entré a trabajar como psicóloga en la Fundación Eva Perón, lo perdí un poco de vista. Toda mi atención se concentraba en Evita, de quien era estrecha colaboradora y no me daba tregua. El no aparecía por allí, pocas veces los vi juntos. Cuando había que repartir cosas –participé muchas veces en esas entregas que se hacían con veinte o treinta camiones– Perón venía personalmente a supervisar la calidad de lo que se enviaba.
No soportaba que intentaran engañarlo.
Evita y Perón estaban demasiado ocupados cada uno en sus cosas, no interferían entre sí. No sé si él estaba de acuerdo con lo que hacía ella porque era extremadamente machista y venía de una formación militar a la que adhería por completo. Solía decir: “el hombre hace esto y la mujer esto otro”. Apoyaba el voto femenino porque sumaba para él. Creo que jamás consideró la posibilidad de que Evita fuera Presidenta. Respecto de las mujeres, respetaba las normas y ponía la disciplina por sobre todo. Sin embargo, dudo de que a ella le haya puesto límites.
Eso era imposible. Ella le hacía caso sólo porque lo adoraba.Hay que decirlo: era milico y mujeriego. Le gustaban las mujeres más que respirar, no era ningún santo y Eva lo sabía. Le atraían mucho las jovencitas… y las otras también. Una vez ella le dijo: “Me critican porque fui actriz”. “No te preocupés”, le contestó, “cuando yo era viudo les metí la mano debajo de las polleras a todas las que te critican”. Consciente de su atractivo y del poder que ejercía, las mujeres se le abalanzaban… y él las dejaba.
Muchas de las anécdotas que recuerdo las supe en la Fundación. Por ejemplo, la relación con su hermano Mario, a quien había designado director del zoológico de Buenos Aires. Parece que antes le había ofrecido varias embajadas y Mario le contestó: “A mí lo que me gusta son los animales”. A tal punto que dormía en el zoo. Perón solía visitarlo después de que cerraba sus puertas, se relajaba paseando por ahí sin que nadie lo molestara. Cierta noche llegó al zoo y le preguntó a su hermano qué hacía con un moisés en el dormitorio. “Es el bebé de la mona”, le contestó.
“Ja, es la primera vez que un Perón duerme con un gorila”.
Tenía un enorme sentido del humor… para ejercerlo sobre los demás, porque no le gustaba nada que le hicieran chistes, aunque él se los hacía a todo el mundo. Dos cosas le molestaban mucho: que lo imitaran y las caricaturas, le parecía una falta de respeto. Espíritu de milico, como ya dije.
Cierta vez, a Borges lo metieron preso. Yo, que lo conocía y quería mucho, fui con otros escritores a pedir por él: “Suéltelo, suéltelo” le pedíamos al General. “¿Y quién es?”, preguntó Perón. “Uno que escribe cuentos”, minimizamos.
“Acá el único que hace los cuentos soy yo”, nos dijo. Al poco tiempo, estábamos tomando un cafecito con Georgie cerca de la Recoleta y él, con cara de susto y esa ingenuidad característica, me advirtió: “No se mueva, Aurora, no se vaya a volver, que hay un monstruo detrás suyo”. Lo decía por un afiche del General pegado en la pared.
Los vientos de la Historia nos arrastraron fuerte y ya nada fue lo mismo. Volví a verlo en el exilio, en Madrid. Alguien me pidió que le llevara unos papeles a la quinta 17 de Octubre, en Puerta de Hierro. Los primeros que salieron a recibirme fueron los perritos, él ya estaba casado con la que no quiero nombrar. Me atendió muy bien, tomamos un refresco, me contó que el cantante Luis Aguilé –vecino suyo– iba a su casa y le cantaba y eso lo reconfortaba. Luego conversamos sobre la Argentina. Me preguntaba qué decían los noticieros, si todavía lo nombraban. Estaba muy entristecido por las cosas que hacían los militares, le parecía infame porque al fin y al cabo, él era un militar como ellos.
Durante el encuentro tuve la misma impresión que cuando lo conocí siendo un coronel. El hombre esperanzado que no quiere tronchar ilusiones. “Sí, me consolaba, esto es feo pero va a pasar, no hay mal que dure cien años”.
Quería trasmitir optimismo.
Había engordado un poco y le quedaba bien. Me llamó la atención que no tuviera canas, entonces recordé que era mitad indio, por el lado de su madre. En los ojos se le notaba esa ausencia que tienen los exiliados y que yo nunca sentí porque estaba encantada de vivir en París. Me pareció que, en cierta medida, se sentía atacado y vulnerable, tan lejos de todo lo suyo. A pesar de que siempre mantenía la compostura y una especie de alegría tranquilizadora, en la cara se le notaba el destierro. Creo que por dentro estaba destruido. No demostraba tristeza o la tapaba hablando y hablando constantemente, pero cuando hacía silencio, entraba en un pozo muy profundo, meditativo...
Un día, Blanquita Duarte, la hermana de Eva, me llamó angustiada: “La encontraron, encontraron la momia, pero está toda rota ”. Al General le habían devuelto el cuerpo de Eva. Blanquita y yo corrimos a la quinta y la vimos. Una muñeca desmembrada, con los pies y las manos separadas, la cabeza vuelta de lado, la piel que se le iba poniendo negra en contacto con el aire.
Desvié la mirada de ese horror y alcancé a ver que a Perón se le caía una lágrima, una sola. Estaba demudado.
Tiempo después yo estaba haciendo la fila para entrar en el Museo del Prado y un español me increpó: “Oye, tú que eres argentina, dime qué hace ese hombre viviendo con dos mujeres”.
Lo insulté de arriba abajo, la lengua se me fue feo.
La última vez que lo vi, el General ni se dio cuenta. Yo paseaba por los alrededores de Puerta de Hierro y distinguí su figura detrás del alambrado, en la parte posterior de la residencia. Recuerdo que vestía una suerte de bata y llevaba las manos en los bolsillos. Miraba a la distancia, añorando la patria.
Se le notaba esa tristeza que los grandes hombres muestran cuando saben que nadie los está mirando. No quise importunarlo, ¿para qué? Yo era parte de ese pasado ajeno a las nuevas compañías que ahora lo rodeaban. Nada podía hacer para cambiar ese entorno que empezaba a abrumarlo y que él, decaído físicamente, no pudo o no supo manejar.
Yo estudiaba en la Facultad de Humanidades en La Plata y venía de una familia radical. Como varios en esa época, era una mosca blanca en la familia: universitaria y con ideas libertarias en plena década del 40, ¿a quién se le habría ocurrido? Las chicas como yo, a lo sumo, llegaban al magisterio. Pero yo estaba ahí el día que vino a hablar con nosotros ese coronel que andaba armando tanto revuelo. Nos habíamos reunido fuera de la universidad, llevábamos un distintivo donde se leía DLDL, que quería decir: “Déle, déle, General” y estaba dirigido a Edelmiro Farrell, que había encabezado la revolución del 43.
Que nos hablaran de revolución nos encendía.
Era lo que buscábamos, aunque Farrell no encarnara esa idea en el sentido que nos interesaba. Sin embargo, nosotros intuíamos que se estaba planeando algo más profundo y que ese coronel al que todavía no le habíamos visto la cara podía ser el hombre indicado para llevarla adelante. Se comentaba que le había dicho a Farrell: “Déme la Secretaría de Trabajo y Previsión, es la palanca con la que yo le voy a mover el país”. Y vaya si lo hizo.
Era joven, el hombre más buen mozo que yo hubiera visto; las chicas que estaban conmigo compartían esa opinión. Quedamos fascinadas. Además, hablaba como un filósofo.
A las chicas nos dio un beso, y a los muchachos, la mano firme y generosa. A mí me impresionó de entrada la manera de saludar, porque aunque era dueño de una gran cortesía y educación, entablaba una proximidad que abolía las distancias. Sin conocerlo ya nos sentíamos a gusto con él. Daba ganas de estar a su lado. Un hombre que sabía llegar al corazón de las personas.
Mentiría si dijera que recuerdo qué fue lo que nos dijo. Sólo sé que mientras hablaba parecía que estábamos parados en el aire, tan extraordinaria era su capacidad de persuasión. La voz era conquistadora; la actitud, casi histriónica sin ser exagerada. Tenía un ademán muy suave, hacia afuera, siempre con el gesto de dar. Y gozaba del extraño don de aunar distinción con popularidad. Ese fue siempre el secreto de su carisma extraordinario.
¿Qué verdades encerraba su discurso? Lo ignoro, pero tuve la certeza de que sus palabras nos habían convencido de una vez y para siempre. En La Plata, nos volvimos locos por él, fuimos feroces porque queríamos el cambio a toda costa y sabíamos que él era el único capaz de llevarlo adelante. Ese día, cuando se fue, recuerdo que le dije al doctor Tomás Bernard, que estaba a mi lado: “Lo único que sé es que a este hombre le respondería con la vida”.
Mientras tanto, su estrella iba en ascenso y eso era algo difícil de soportar para alguna gente. Al enterarnos de que lo habían metido preso en Martín García, los jóvenes nos levantamos como leones; muchos de los nuestros llegaron a cortar árboles y arrancar los postes de luz para darlos contra las puertas de la Casa de Gobierno. Yo veía cómo de todas partes salía el pueblo a defenderlo. La eclosión fue extraordinaria; habían levantado el Puente Avellaneda para evitar la concentración y la gente cruzaba el Riachuelo a nado. ¡Creían que iban a detenernos!
Perón era muy astuto, sabía moverse subrepticiamente, que es una de las condiciones necesarias para hacer política de alto vuelo. Por entonces, estaba noviando con Eva y le mandó una carta desde la cárcel, donde le decía: “Chinita, voy a dejar la política, me voy a casar con vos y nos vamos a vivir al campo”. La carta la abrieron y decidieron traerlo de vuelta porque dejaron de considerarlo peligroso.
Qué ingenuos. Urdió eso para engañarlos, jamás hubiera hecho algo así. El 17 de octubre los militares se dieron cuenta de lo que significaba ese hombre, habían jugado con fuego y se quemaron.
El regreso fue apoteótico.
Perón salió al balcón en camisa, algo inusual para la época. Era capaz de pensar hasta en ese golpe de efecto: mostrarse como uno más. Yo lo vi porque estaba en la Plaza. Fue divino.
Más tarde, cuando entré a trabajar como psicóloga en la Fundación Eva Perón, lo perdí un poco de vista. Toda mi atención se concentraba en Evita, de quien era estrecha colaboradora y no me daba tregua. El no aparecía por allí, pocas veces los vi juntos. Cuando había que repartir cosas –participé muchas veces en esas entregas que se hacían con veinte o treinta camiones– Perón venía personalmente a supervisar la calidad de lo que se enviaba.
No soportaba que intentaran engañarlo.
Evita y Perón estaban demasiado ocupados cada uno en sus cosas, no interferían entre sí. No sé si él estaba de acuerdo con lo que hacía ella porque era extremadamente machista y venía de una formación militar a la que adhería por completo. Solía decir: “el hombre hace esto y la mujer esto otro”. Apoyaba el voto femenino porque sumaba para él. Creo que jamás consideró la posibilidad de que Evita fuera Presidenta. Respecto de las mujeres, respetaba las normas y ponía la disciplina por sobre todo. Sin embargo, dudo de que a ella le haya puesto límites.
Eso era imposible. Ella le hacía caso sólo porque lo adoraba.Hay que decirlo: era milico y mujeriego. Le gustaban las mujeres más que respirar, no era ningún santo y Eva lo sabía. Le atraían mucho las jovencitas… y las otras también. Una vez ella le dijo: “Me critican porque fui actriz”. “No te preocupés”, le contestó, “cuando yo era viudo les metí la mano debajo de las polleras a todas las que te critican”. Consciente de su atractivo y del poder que ejercía, las mujeres se le abalanzaban… y él las dejaba.
Muchas de las anécdotas que recuerdo las supe en la Fundación. Por ejemplo, la relación con su hermano Mario, a quien había designado director del zoológico de Buenos Aires. Parece que antes le había ofrecido varias embajadas y Mario le contestó: “A mí lo que me gusta son los animales”. A tal punto que dormía en el zoo. Perón solía visitarlo después de que cerraba sus puertas, se relajaba paseando por ahí sin que nadie lo molestara. Cierta noche llegó al zoo y le preguntó a su hermano qué hacía con un moisés en el dormitorio. “Es el bebé de la mona”, le contestó.
“Ja, es la primera vez que un Perón duerme con un gorila”.
Tenía un enorme sentido del humor… para ejercerlo sobre los demás, porque no le gustaba nada que le hicieran chistes, aunque él se los hacía a todo el mundo. Dos cosas le molestaban mucho: que lo imitaran y las caricaturas, le parecía una falta de respeto. Espíritu de milico, como ya dije.
Cierta vez, a Borges lo metieron preso. Yo, que lo conocía y quería mucho, fui con otros escritores a pedir por él: “Suéltelo, suéltelo” le pedíamos al General. “¿Y quién es?”, preguntó Perón. “Uno que escribe cuentos”, minimizamos.
“Acá el único que hace los cuentos soy yo”, nos dijo. Al poco tiempo, estábamos tomando un cafecito con Georgie cerca de la Recoleta y él, con cara de susto y esa ingenuidad característica, me advirtió: “No se mueva, Aurora, no se vaya a volver, que hay un monstruo detrás suyo”. Lo decía por un afiche del General pegado en la pared.
Los vientos de la Historia nos arrastraron fuerte y ya nada fue lo mismo. Volví a verlo en el exilio, en Madrid. Alguien me pidió que le llevara unos papeles a la quinta 17 de Octubre, en Puerta de Hierro. Los primeros que salieron a recibirme fueron los perritos, él ya estaba casado con la que no quiero nombrar. Me atendió muy bien, tomamos un refresco, me contó que el cantante Luis Aguilé –vecino suyo– iba a su casa y le cantaba y eso lo reconfortaba. Luego conversamos sobre la Argentina. Me preguntaba qué decían los noticieros, si todavía lo nombraban. Estaba muy entristecido por las cosas que hacían los militares, le parecía infame porque al fin y al cabo, él era un militar como ellos.
Durante el encuentro tuve la misma impresión que cuando lo conocí siendo un coronel. El hombre esperanzado que no quiere tronchar ilusiones. “Sí, me consolaba, esto es feo pero va a pasar, no hay mal que dure cien años”.
Quería trasmitir optimismo.
Había engordado un poco y le quedaba bien. Me llamó la atención que no tuviera canas, entonces recordé que era mitad indio, por el lado de su madre. En los ojos se le notaba esa ausencia que tienen los exiliados y que yo nunca sentí porque estaba encantada de vivir en París. Me pareció que, en cierta medida, se sentía atacado y vulnerable, tan lejos de todo lo suyo. A pesar de que siempre mantenía la compostura y una especie de alegría tranquilizadora, en la cara se le notaba el destierro. Creo que por dentro estaba destruido. No demostraba tristeza o la tapaba hablando y hablando constantemente, pero cuando hacía silencio, entraba en un pozo muy profundo, meditativo...
Un día, Blanquita Duarte, la hermana de Eva, me llamó angustiada: “La encontraron, encontraron la momia, pero está toda rota ”. Al General le habían devuelto el cuerpo de Eva. Blanquita y yo corrimos a la quinta y la vimos. Una muñeca desmembrada, con los pies y las manos separadas, la cabeza vuelta de lado, la piel que se le iba poniendo negra en contacto con el aire.
Desvié la mirada de ese horror y alcancé a ver que a Perón se le caía una lágrima, una sola. Estaba demudado.
Tiempo después yo estaba haciendo la fila para entrar en el Museo del Prado y un español me increpó: “Oye, tú que eres argentina, dime qué hace ese hombre viviendo con dos mujeres”.
Lo insulté de arriba abajo, la lengua se me fue feo.
La última vez que lo vi, el General ni se dio cuenta. Yo paseaba por los alrededores de Puerta de Hierro y distinguí su figura detrás del alambrado, en la parte posterior de la residencia. Recuerdo que vestía una suerte de bata y llevaba las manos en los bolsillos. Miraba a la distancia, añorando la patria.
Se le notaba esa tristeza que los grandes hombres muestran cuando saben que nadie los está mirando. No quise importunarlo, ¿para qué? Yo era parte de ese pasado ajeno a las nuevas compañías que ahora lo rodeaban. Nada podía hacer para cambiar ese entorno que empezaba a abrumarlo y que él, decaído físicamente, no pudo o no supo manejar.