NADA MEJOR QUE IR JUNTOS
/Fuente: El Día de Argentina)
Hace 16 años nacían en la ciudad los quintillizos Garbini. Sus padres se separaron y estuvieron a punto de perder la casa. Hoy son un grupo alegre de adolescentes: difieren en gustos musicales, amigos y proyectos. Pero se muestran unidos y contentos de tener, siempre, “alguien con quien contar”
ARGENTINA.- A los 37 años Adriana Carmiña, embarazada, escucha en silencio el sermón de los responsables de la prestigiosa clínica porteña de fertilización asistida. Hace mes y medio, se hizo una inseminación artificial. Los resultados, como podrá imaginar, superaban sus expectativas. ¿Qué se supone que haga esta vecina platense que hasta ahora ha sido dueña de su cuerpo y de su tiempo, que sólo ha tenido que congeniar en la convivencia con sus padres, sus dos hermanos y, desde hace seis años, con su marido?.
¿Cómo mantendrán a cinco más de un día para el otro? ¿Cómo harán cuatro manos y dos tetas para atenderlos y alimentarlos? ¿Cómo entrarán en un hogar que apenas tiene cuatro ambientes?. Diego, el padre, es encargado en una estación de servicio platense, ella es empleada administrativa de la empresa constructora Maragua. Viven en una casa modesta del barrio Jardín, el mismo en el que se crió Adriana. Corre el año 1995 y el trabajo estable es una rareza en un país que suma dos dígitos de desocupación.
Ella tiene dos opciones: la entrega a una maternidad que le exigirá un entrenamiento más arduo que el de un deportista de alto rendimiento o hacerse un aborto selectivo.
- Como comprenderá, Adriana, usted puede elegir. El aborto selectivo es un procedimiento que no se hace en el país, está prohibido. Pero bien puede hacerse en el exterior. Incluso es posible abortar dos o tres embriones si ustedes quieren- le sugirió el médico.
Hay momentos en la vida en los que uno se encuentra ante disyuntivas complejas. Y es posible que haya que elegir entre lo seguro pero infeliz o lo inseguro pero deseado. En tales circunstancias los valientes y los temerarios, toman la segunda opción y se dicen: “Que sea lo que Dios quiera”. Eso hizo Adriana Carmiña. Su marido, aceptó.
“Los mandé a cagar. Mirá que yo iba a elegir entre mis hijos, este sí o este no: ni loca, ni se me cruzó por la cabeza”, cuenta hoy Adriana en el único momento de la entrevista en el que levanta, apenas, el tono de voz; el único en el que se permite un exabrupto. A sus 53 años esta mujer robusta de cabello oscuro, mirada dulce y cansina se muestra tan serena que sorprende. Fue la primera platense en tener quintillizos por fertilización asistida. Y hoy, jura, volvería a hacer lo mismo.
LA SUERTE
Cuando el test de embarazo le dio positivo no se sorprendió. Ella sabía que iban a “tener suerte”. “Nos habíamos hechos miles de estudios durante seis años y nada. Después nos recomendaron ir a un centro especializado de Buenos Aires, y ahí nos propusieron dos alternativas: hacer un tratamiento de seis meses con medicación o un intento de una”, recuerda Adriana.
Ella dijo que quería la inseminación ya. Presentía que estaban con buena racha, que era el momento justo. El tratamiento era sencillo, lo que los médicos llaman “de baja complejidad”: a ella le administraron hormonas para promover la ovulación. Luego le hicieron una ecografía endovaginal y, finalmente, los médicos le colocaron una muestra de semen de su marido en la vagina, todo como si fuera un tubo de ensayo.
Algunos detalles habían pasado inadvertidos: cuando le hicieron la ecografía previa a la inseminación vieron un solo ovario con tres óvulos listos para ser fecundados. El otro, por caprichos de la tecnología o impericia del técnico, no pudo verse. Evidentemente había, por lo menos, dos óvulos más.
La tarde en que los doctores Sergio Papier y Claudio Chillik les revelaron que serían quintillizos, Adriana reía y lloraba. Diego los miraba pasmado, la mandíbula caída, sin saber qué decir. No era sólo la cantidad lo que les preocupaba, sino el riesgo quintuplicado de ese embarazo.
Debían sostener un control médico estricto, porque ella podía dar a luz antes de tiempo a bebés de muy bajo peso y con un sistema inmune demasiado frágil. Encima, el exigidísimo cuerpo de esa madre sería una bomba de tiempo: les explicaron que podía disparársele la presión arterial o la diabetes, y que si algo de eso ocurría y no estaba todo controlado con precisión suiza o nipona, ella y sus hijos podían morir.
Sin embargo, y contra todos los presagios, Adriana tuvo un embarazo sin sobresaltos. Eso sí: a los 4 meses todo el mundo creía que estaba a punto de parir. La panza era el globo terráqueo. Aumentó 18 kilos y durante las 32 semanas siguientes durmió sentada: “No había otra manera, si me acostaba boca arriba o de costado no podía respirar”. Los bebés, amuchados, le oprimían los pulmones.
EL NACIMIENTO
El 29 de enero de 1997 fue un día lleno de dolores y felicidad para Adriana. Por precaución ya hacía un mes que estaba internada en el hospital Italiano de La Plata bajo la supervisión del obstetra José Nieves, que nunca había atendido una cesárea de ese tipo. En rigor, casi ningún obstetra lo había hecho: en el país sólo hay 4 grupos de quintillizos.
El quirófano parecía un ateneo médico: había un pediatra y un enfermero por cada bebé, además de los profesionales que asistían a la madre. Le aplicaron anestesia peridural, esa inyección que duerme a las parturientas de la cintura para abajo. Ella estuvo despierta durante toda la operación pero en las dos horas que duró la cesárea ni siquiera pudo ver a sus hijos. A medida que los iban sacando los subían a la incubadora y se los llevaban a las corridas hasta el servicio de neonatología ante la mirada desorbitada del padre, que los veía deslizarse fugaces por el pasillo.
Entre todos pesaban casi 6 kilos pero ninguno, por sí solo, llegó a los 2. Lara, la única niña del quinteto fue la primera en nacer y también la más pequeña: pesó 900 gramos. En las semanas siguientes una infección bacteriana la reduciría a solo 600. En realidad, todos tuvieron complicaciones y debieron permanecer internados. Recién tres meses y medio más tarde estarían los cinco hermanos juntos, con sus padres en la casa de la abuela paterna, a pocas cuadras de la cancha de Estudiantes.
No está claro por qué los atardeceres son tortuosos para los bebés. A la mayoría, se le exacerban los cólicos intestinales y se retuercen a los gritos del dolor. Una noche los retorcijones de los cinco se sincronizaron y todos lloraban a la vez. Las manos no daban a basto. “En un momento fue tal la impotencia que huí, los dejé con el padre y la abuela y me fui a llorar a la vereda, fue la única vez que deserté”, cuenta hoy Adriana entre risas.
La estadía en casa de los abuelos fue una solución transitoria. Mientras, la empresa constructora en la que Adriana trabajaba (y todavía trabaja), les construía una casa en la calle 116, pasando la 72. Una vivienda hecha de bloques de cemento pensada para los quintillizos: gran cocina-comedor y un pasillo por el que se accede a las cuatro habitaciones y el baño. Detrás de la cocina, un fondo con pasto para que los chicos jueguen. La pareja sacó un crédito en el Hipotecario y comenzaron a pagarla con esfuerzo.
Para ese entonces ya habían sido noticia nacional. Si bien no tuvieron la suerte de los Riganti -los quintillizos de Béccar que habían nacido unos años antes y que fueron objeto de todo tipo de donaciones de firmas que buscaban el autobombo-, recibieron pañales, leche en cantidad y un hipermercado les regaló tortas, globos y bebidas para festejar el primer año, el más difícil para Adriana y Diego. Tuvieron, incluso, que vender la parte de una casa que habían heredado para pagarles a dos enfermeras que los ayudaban por las noches.
Una empresaria platense tuvo varios gestos de generosidad con los Garbini: no sólo los ayudó económicamente sino que también les pagó tres veraneos en Villa Gesell, sólo porque “se encariñó con nosotros”, cuenta Adriana e insiste en agradecerle.
Cuando los quinti cumplieron siete años, la familia entró en crisis. Adriana decidió dar por terminado su matrimonio con Diego. Él se fue a Perú desde donde les enviaba dinero, pero pronto comenzó a extrañar a sus hijos y emprendió el regreso. Estuvo sin trabajo algunos años y ella debió parar la olla con su trabajo en la constructora.
La crisis de 2001 tampoco les fue ajena. A punto de perder la casa por no poder cumplir con las cuotas, Adriana tomó coraje, se asesoró con un abogado y recorrió canales de TV pidiendo ayuda. Finalmente, la empresa que aún la emplea le facilitó el 75 por ciento de la deuda y el ministerio de Desarrollo Social de la Nación completó el 25 por ciento restante con un subsidio.
LOS QUINTI HOY
Aunque no lo crea, los quintillizos Garbini Carmiña no se parecen. Tiene en común el color trigueño de la piel, los ojos y el pelo oscuro y la delgadez. Al momento de la entrevista están a días de cumplir los 16.
Adriana los llama y ellos, obedientes, se sientan en torno a la larga mesa familiar. Ezequiel dice que “lo mejor de ser quintillizos es que no hay peleas de hermanos mayores con menores”. Es el rey de la simpatía y el único que entró al colegio Nacional, donde es un chico popular porque, además, toca la guitarra y canta a dúo con Carmen, una rubia bonita. Parece un adolescente de los 80: le gusta Charly y Spinetta. Lo que no le gusta es estudiar: “Soy un vago, me llevé diez materias el año pasado, y este también”, confiesa y mira vergonzoso a su madre.
A la hora de mostrar fotos de la infancia Adriana le pide ayuda a Lara y Augusto, una dupla perfecta: compinches y bien dispuestos. “Me re ayudan y son súper cariñosos”, dice Adriana. Lara se acomoda el flequillo negro hasta las cejas y cuenta que ser la única mujer es insoportable: “Me critican todo, si hago galletitas dicen que están feas, si me hago un rodete, que me peine bien, y así siempre: cuando están aburridos me molestan”. Ella va al ex Comercial y Augusto, al igual que Franco y Octavio al San Vicente de Paul.
Franco usa la computadora desde los 4 años y aprendió a arreglarla solo. Se da maña con todo tipo de aparatos. Por momentos adopta una actitud paternal con sus hermanos y siempre está pendiente de que nadie moleste a su madre.
Con gesto serio dice que va a ser ingeniero en computación, que le gusta la cumbia y que lo malo de ser quintillizo es que te confundan o que te comparen con los demás.
Octavio es, según la madre, el más reservado, callado y cariñoso. Dice que lo malo de ser cinco es que hay que compartir todo: “Queda una galletita y la tenés que dividir, con todo es igual”. A él le gusta el heavy metal y en el futuro se ve como “diseñador industrial o algo parecido”.
Para Augusto lo más complicado de haber crecido desde el minuto cero con sus cuatro hermanos es la falta de privacidad. Se encoge de hombros y dice “somos cinco, imaginate: nunca podés estar solo, siempre hay gente rondando”.