Aunque lejanos en el tiempo, muy cerca en la memoria, viven los
elementos de mi infancia, parte de la cotidianidad del cualquier hogar
dominicano, cuando las fronteras sociales y económicas eran muy tenues o
casi transparentes. Eran tiempos de anafes y de fogones a carbón o leña
donde se podía acelerar la cocción “asoplando” con un cartón o con la
tapa de una olla. Era época de glorificación de la cuaba, astillas
imprescindibles para iniciar el fuego temprano, con su aroma de resina
que precedía al del café, filtrado en un “colador” de tela colocado en
un burro de madera y “aparado” en un jarro de lata de avena Quaker, con
asa.
Eran tiempos del guayo artesanal, de la cuchara de “jigüero”; de la
lámpara de gas siempre dispuesta y con una cajita de fósforos cercana;
de la propia “jumiadora”; de calderos de “hierro colao” para que la
carne se dorara más rápido; la obligada “jervía” de la leche, luego de
colarla sobre un paño de Macario, para que no se cortara y si resultaba
así, entonces se convertía en “durce’leche cortada” o si traía mucha
grasa, se aprovechaba para mantequilla. El mosquitero y la bacinilla,
señales del obligado descanso nocturno, que los hombres aprovechaban
para su “gorrito de media”, alisador de “pasas” y cabellos rebeldes. Se
precisaba de brillantina Alka, Yardley o Glostora. El peine de carbón o
“tenaza”, artefacto para lograr un cabello “sedoso” en contra de su
propia naturaleza.
Épocas de campanadas en iglesias y de su
interpretación adecuada para definir si era llamado a misa o toque
funerario, que marcaban domingos y fiestas religiosas. Los espacios de
rodillas en señal de penitencia, a la vez que se miraba de reojo a la
niña que tratabas de impresionar con actos de constricción y “genuina”
devoción, en ceremonias en latín de espaldas. Los de la oportunidad de
viajes en burro, caballo o mulos o que disfrutaron de un paseo en coche o
que dando rienda suelta al espíritu infantil de la aventura, rodaron
parte de las calles de la ciudad, de “chivo”, en uno de esos artefactos.
Pobres de los que sufrieron la venganza del cochero, con un certero
fuetazo hacia atrás, éxito que celebrara el conductor, tocando par de
veces el timbre de pie que hacía las veces de bocina urbana.
Artefactos y
elementos desaparecidos en lo físico, que aún persisten en el recuerdo:
la aldaba, la tranca, el molenillo; bañarse con una “jigüerita”; la
bragueta con botones; el gofio con premio; la emulsión de “escó” (con el
sabor original y el hombre con el bacalao a cuestas); las píldoras de
vida del Dr. Ross; el Tricófero de Barry; el almanaque de Bristol; el
algebra de Baldor; el Mejoral, las enemas, la leche de magnesia
Phillips; los purgantes (aceite de ricino, las 3 sales); el sulfatiazol;
las cretonas y las enaguas; Bill Halley y sus cometas; la vellonera;
desde el chele hasta el medio peso pasando por la peseta hasta llegar
al “tolete”.
Elementos del ambiente cotidiano, compañeros
inanimados de la infancia primera, que cobran vida en lejanos recuerdos,
asociados a eventos que marcaron el tiempo, relacionados con olores y
circunstancias que provocan sonrisas íntimas, disparando la memoria
infantil de cuando éramos “felices e indocumentados”.
Sábados
iniciados con una naranja de niño “eprimía” en la boca, para neutralizar
el sabor del purgante de sen o de “aceite’ricino”, que con la nariz
tapada nos obligaban a tragar, mientras adquiríamos conciencia de que el
efecto “limpiador”, dañaría el esperado sábado de retozos y juegos
inventados.
El “empeine”, en la cara superior del pie que se curaba
con “piedra lipe” (sulfato de cobre), teniendo que sujetar a la
“víctima” para que no saliera “juyendo” como la “jonderdiablo”.
Cuando nos exprimían “un nacío” luego de colocarle durante días una hoja
de ají “mareá” y tras sufrir de la “seca” que le acompañaba. Cosa mayor
era, la solución de un “golondrino” (muchas veces múltiples), molestoso
por días, con dolores de alto calibre y el brazo “tuche”.
Épocas de
la sillita de guano llevada a la escuelita del barrio, para recibir las
primeras lecciones, con método de pellizcos, reglazos, manotazos y
boches que según la sicología moderna, inducía inconductas. Regía el
principio de la crianza empírica pre-moderna, de que “un pescozón a
tiempo evita muchos males futuros”.
Eran tiempos de una correa
gorda, conveniente ubicada detrás de una puerta central en la casa, que
resolvía conflictos, malas notas, quejas de vecinos y más que nada
“malacrianzas”, palabrotas o irrespetos.
Tiempos de aljibes,
pozos, caños del techo que en mayo recogían todas las aguas para bañarse
en el aguacero; hermosos espacios de camaradería húmeda de la
muchachada. Tiempos para llevar un diente de ajo colgado con una
“gangorra” del cuello, para lombrices rebeldes a remedios caseros y
resistentes al “Padrax en polvo”, con su lema de “adiós, lombrices,
adiós…”.
Eran tiempos de jeringuillas de vidrio y agujas
reusables, que luego de hervidas, una vecina o el inefable Cruz,
convertían en inyecciones con servicio a domicilio. Épocas de guantes de
lona y bates de palo de guayaba, que los de áreas urbanas buscaban en
fincas cercanas a la ciudad. Turno de la ñapa, institución
retributiva de la lealtad con el colmado o la doña, que para pagar su
nevera en la Curacao, vendía helados caseros.
Espacio de escuelas
divididas por sexos y la frase de “las hembritas no juegan con los
varoncitos”, en contra de la ley natural de la atracción de los opuestos
y que la vida adulta se ocupaba de desmentir.l Epocas de uniformes
de Kaki y corbata del mismo color, donde la educación física era más
tiempo de marchas en preparación de “desfiles” obligados, que prácticas
deportivas de sana competencia. Tiempos de baños y letrinas, alejados de
la casa, espacios insalubres aunque por lo general blanqueados con
afanoso “retriegue” e “higienizados” con cal “viva”; en sitios con
colgajos de “tusas”, recursos sanitarios de triple efecto que pertenecen
al traspatio de la historia citadina.
Tiempos de “toferinas,
malogrados y tísicos”, donde la gente se moría “de repente” y no del
“cardíaco” actual; cuando se expiraba de “un dolol”, o de un “pasmo”, se
padecía de “tirisia” y las Píldoras de Vida del Dr. Ross (chiquitas
pero cumplidoras), recursos cotidianos, junto a la Sal de Uvas Picot o
la Sal de Frutas Eno, en sana competencia con el bicarbonato.
Períodos del Penetro, del Mejoral y su versión para niños, el ungüento
Mentol Davis, el Tricófero de Barry, del hilo en carreteles de madera,
de la máquina de coser Singer, de pedales y del pilón de guayacán
azuano, con su pesada “mano”, diestramente usada para “pilar” café y
otros elementos de la cocina de entonces. El Cancionero Picot, y de
Chema, personaje de la historieta ilustrada; de la leche Klim (milk, al
revés) y del chocolate en polvo Kresto.
El instrumento de las
molestosas enemas de jabón de Castilla y del gorro de agua fría con boca
grande. Tiempos de Tamakún, el vengador errante; de Vitola, la que se
defiende sola; de Luis Carbonel, su poesía Negroide y los 15 de Florita;
del 3er piso del teatro Rialto, de las series en los cines; de El
Derecho de Nacer, con Marga López en el Teatro Independencia; La Voz
Dominicana y su semana “”Aniversaria”, artistas de moda en maratónicas
presentaciones en la TV en blanco y negro. Momentos de retretas y
vueltas en el parque, en sentido contrario, para “hacerse ojos bonitos”,
mostrar el “cuadre” propio o la onda en el pelo a lo Elvis o
simplemente “lucir” una vestimenta en particular con la que se creía que
estábamos “acabando” y listos para el “levante” instantáneo.
Tiempos de gloria para el radio Phillips con Bi-Ampli, precursor de la
estereofonía, con su “ojo mágico” para afinar la sintonía; antenas
exteriores para escuchar “clandestinamente” la CMQ y otras emisoras “de
fuera” para neutralizar la castrante propaganda “informativa” del
régimen; del Trópico de chocolate; de los espejos deformantes de la
Lotería de Mon Saviñón en El Conde; del Santa Claus de la Margarita,
personaje navideño que emigró de la tienda González Padín, de Santurce,
P. Rico.
Tiempos de los cigarrillos Benefactor, primero con
filtro de La Tabacalera, del Hollywood y del Cremas; del itinerante
“amolador” de tijeras con su carromato de madera y sonido de armónica
simple.
Tiempos de la línea interurbana Cheíta y sus guaguas
de palito, de carrocería criolla y asientos de madera; de las líneas de
carros al interior, Estrella Blanca y Studebaker y la de camiones, La
Cigüeña. Espacios donde los teléfonos (todos) eran negros y de números
en un dial circular. Eran épocas de Paco Escribano y la Sinfónica de
Riquín, grupo ¿musical? que le servía de fondo en “Mamita llegó el
obispo…” en Radio Escribano, emisora de corta potencia localizada en
Pajarito (Villa Duarte) que a medio día alcanzaba toda la capital de
entonces.
Tiempos de ventorrillos con su ley máxima, aplicable a
casaderas de ese tiempo en los hipócritas esquemas culturales, de
“auyama que está partía, auyama que no se devuelve”. Tiempos de escobas
de tirigüillos, inigualables para barrer patios; de la vara de
deshollinar; de mecedoras de pajilla, de “jaraganes”, del “atesador de
batidores”, de “alegrías”, palitos de coco y “latigoso”, de “lo
alfajole” y de los dulces del Mickey en sus bandejas de madera, babonuco
y catre; del pregón de los kipes con pique y sin pique, al repique de
un tenedor de dos dientes. Tiempo de carretas, carretillas, de
“canasteras”; de lavanderas a domicilio que venían de Manoguayabo. “La
vida no se detiene. Sigue su agitado curso”. Lema de “El Informador
Policíaco” de Rodriguito. El Foro Público, temido espacio escrito por
acólitos ilustrados de Trujillo, para denostar, derrumbar honras, dañar
prestigios o para indisponer colaboradores del régimen y hacerlos caer
en “desgracia”. Tiempos donde los libros servían a generaciones: Física
de Fesquet; Algebra y Geometría de Wenworth y Smith; Geografía de
Josefina Passadori; Historia Dominicana de Bernardo Pichardo.
La inigualable tinaja con su secreto para el agua fresca y su “jarrito”
con brazo para extraerla. El filtro de piedra, en porcelana, de dos
cuerpos y pesada tapa. La avena Quacker en cajas de cartón, la Harina
del Negrito y el método Charles Atlas, con su “tensión dinámica” y el
anuncio de: No sea más un alfeñique... Eran tiempos de la quema del
Judas, bajo la algarabía de la muchachada, en Semana Santa. Eran
momentos de peculiares rones: el 42 G, Siboney, Brugal y sus efectos
diversos, Care’gato de Bermúdez, el Carrión Caña Oriental; era la cima
de la bicicleta de canasto, precursora del delivery actual e instrumento
por excelencia del “servicio a domicilio”. Momentos de la leche de la
Industrial Lechera, con botellas de vidrio de boca ancha y los sellos,
tapas y gorritos de la primera leche pasteurizada. Existía el Mabí
Excelencia, el Café Paliza; los Helados Imperiales; el chicle Globo y
sus concursos diversos; las competencias de yoyos Duncan; el álbum de
postalitas Zoo; eran tiempos de “mandados” al colmado; 5 cheles de
salse’tomate, 3 de petisalé y 2 de clavo dulce... y mi ñapa.