Mi generación, y la de tantos!‏

Por: César Nicolás Penson
Aunque lejanos en el tiempo, muy cerca en la memoria, viven los elementos de mi infancia, parte de la cotidianidad del cualquier hogar dominicano, cuando las fronteras sociales y económicas eran muy tenues o casi transparentes. Eran tiempos de anafes y de fogones a carbón o leña donde se podía acelerar la cocción “asoplando” con un cartón o con la tapa de una olla. Era época de glorificación de la cuaba, astillas imprescindibles para iniciar el fuego temprano, con su aroma de resina que precedía al del café, filtrado en un “colador” de tela colocado en un burro de madera y “aparado” en un jarro de lata de avena Quaker, con asa.
Eran tiempos del guayo artesanal, de la cuchara de “jigüero”; de la lámpara de gas siempre dispuesta y con una cajita de fósforos cercana; de la propia “jumiadora”; de calderos de “hierro colao” para que la carne se dorara más rápido; la obligada “jervía” de la leche, luego de colarla sobre un paño de Macario, para que no se cortara y si resultaba así, entonces se convertía en “durce’leche cortada” o si traía mucha grasa, se aprovechaba para mantequilla. El mosquitero y la bacinilla, señales del obligado descanso nocturno, que los hombres aprovechaban para su “gorrito de media”, alisador de “pasas” y cabellos rebeldes. Se precisaba de brillantina Alka, Yardley o Glostora. El peine de carbón o “tenaza”, artefacto para lograr un cabello “sedoso” en contra de su propia naturaleza.

Épocas de campanadas en iglesias y de su interpretación adecuada para definir si era llamado a misa o toque funerario, que marcaban domingos y fiestas religiosas. Los espacios de rodillas en señal de penitencia, a la vez que se miraba de reojo a la niña que tratabas de impresionar con actos de constricción y “genuina” devoción, en ceremonias en latín de espaldas. Los de la oportunidad de viajes en burro, caballo o mulos o que disfrutaron de un paseo en coche o que dando rienda suelta al espíritu infantil de la aventura, rodaron parte de las calles de la ciudad, de “chivo”, en uno de esos artefactos. Pobres de los que sufrieron la venganza del cochero, con un certero fuetazo hacia atrás, éxito que celebrara el conductor, tocando par de veces el timbre de pie que hacía las veces de bocina urbana.
Artefactos y elementos desaparecidos en lo físico, que aún persisten en el recuerdo: la aldaba, la tranca, el molenillo; bañarse con una “jigüerita”; la bragueta con botones; el gofio con premio; la emulsión de “escó” (con el sabor original y el hombre con el bacalao a cuestas); las píldoras de vida del Dr. Ross; el Tricófero de Barry; el almanaque de Bristol; el algebra de Baldor; el Mejoral, las enemas, la leche de magnesia Phillips; los purgantes (aceite de ricino, las 3 sales); el sulfatiazol; las cretonas y las enaguas; Bill Halley y sus cometas; la vellonera; desde el chele hasta el medio peso pasando por la peseta hasta llegar al “tolete”.

Elementos del ambiente cotidiano, compañeros inanimados de la infancia primera, que cobran vida en lejanos recuerdos, asociados a eventos que marcaron el tiempo, relacionados con olores y circunstancias que provocan sonrisas íntimas, disparando la memoria infantil de cuando éramos “felices e indocumentados”.
Sábados iniciados con una naranja de niño “eprimía” en la boca, para neutralizar el sabor del purgante de sen o de “aceite’ricino”, que con la nariz tapada nos obligaban a tragar, mientras adquiríamos conciencia de que el efecto “limpiador”, dañaría el esperado sábado de retozos y juegos inventados.
El “empeine”, en la cara superior del pie que se curaba con “piedra lipe” (sulfato de cobre), teniendo que sujetar a la “víctima” para que no saliera “juyendo” como la “jonderdiablo”.
Cuando nos exprimían “un nacío” luego de colocarle durante días una hoja de ají “mareá” y tras sufrir de la “seca” que le acompañaba. Cosa mayor era, la solución de un “golondrino” (muchas veces múltiples), molestoso por días, con dolores de alto calibre y el brazo “tuche”.
Épocas de la sillita de guano llevada a la escuelita del barrio, para recibir las primeras lecciones, con método de pellizcos, reglazos, manotazos y boches que según la sicología moderna, inducía inconductas. Regía el principio de la crianza empírica pre-moderna, de que “un pescozón a tiempo evita muchos males futuros”.
Eran tiempos de una correa gorda, conveniente ubicada detrás de una puerta central en la casa, que resolvía conflictos, malas notas, quejas de vecinos y más que nada “malacrianzas”, palabrotas o irrespetos.

Tiempos de aljibes, pozos, caños del techo que en mayo recogían todas las aguas para bañarse en el aguacero; hermosos espacios de camaradería húmeda de la muchachada. Tiempos para llevar un diente de ajo colgado con una “gangorra” del cuello, para lombrices rebeldes a remedios caseros y resistentes al “Padrax en polvo”, con su lema de “adiós, lombrices, adiós…”.

Eran tiempos de jeringuillas de vidrio y agujas reusables, que luego de hervidas, una vecina o el inefable Cruz, convertían en inyecciones con servicio a domicilio. Épocas de guantes de lona y bates de palo de guayaba, que los de áreas urbanas buscaban en fincas cercanas a la ciudad.
Turno de la ñapa, institución retributiva de la lealtad con el colmado o la doña, que para pagar su nevera en la Curacao, vendía helados caseros.
Espacio de escuelas divididas por sexos y la frase de “las hembritas no juegan con los varoncitos”, en contra de la ley natural de la atracción de los opuestos y que la vida adulta se ocupaba de desmentir.l
Epocas de uniformes de Kaki y corbata del mismo color, donde la educación física era más tiempo de marchas en preparación de “desfiles” obligados, que prácticas deportivas de sana competencia. Tiempos de baños y letrinas, alejados de la casa, espacios insalubres aunque por lo general blanqueados con afanoso “retriegue” e “higienizados” con cal “viva”; en sitios con colgajos de “tusas”, recursos sanitarios de triple efecto que pertenecen al traspatio de la historia citadina.

Tiempos de “toferinas, malogrados y tísicos”, donde la gente se moría “de repente” y no del “cardíaco” actual; cuando se expiraba de “un dolol”, o de un “pasmo”, se padecía de “tirisia” y las Píldoras de Vida del Dr. Ross (chiquitas pero cumplidoras), recursos cotidianos, junto a la Sal de Uvas Picot o la Sal de Frutas Eno, en sana competencia con el bicarbonato.

Períodos del Penetro, del Mejoral y su versión para niños, el ungüento Mentol Davis, el Tricófero de Barry, del hilo en carreteles de madera, de la máquina de coser Singer, de pedales y del pilón de guayacán azuano, con su pesada “mano”, diestramente usada para “pilar” café y otros elementos de la cocina de entonces. El Cancionero Picot, y de Chema, personaje de la historieta ilustrada; de la leche Klim (milk, al revés) y del chocolate en polvo Kresto.

El instrumento de las molestosas enemas de jabón de Castilla y del gorro de agua fría con boca grande. Tiempos de Tamakún, el vengador errante; de Vitola, la que se defiende sola; de Luis Carbonel, su poesía Negroide y los 15 de Florita; del 3er piso del teatro Rialto, de las series en los cines; de El Derecho de Nacer, con Marga López en el Teatro Independencia; La Voz Dominicana y su semana “”Aniversaria”, artistas de moda en maratónicas presentaciones en la TV en blanco y negro. Momentos de retretas y vueltas en el parque, en sentido contrario, para “hacerse ojos bonitos”, mostrar el “cuadre” propio o la onda en el pelo a lo Elvis o simplemente “lucir” una vestimenta en particular con la que se creía que estábamos “acabando” y listos para el “levante” instantáneo.

Tiempos de gloria para el radio Phillips con Bi-Ampli, precursor de la estereofonía, con su “ojo mágico” para afinar la sintonía; antenas exteriores para escuchar “clandestinamente” la CMQ y otras emisoras “de fuera” para neutralizar la castrante propaganda “informativa” del régimen; del Trópico de chocolate; de los espejos deformantes de la Lotería de Mon Saviñón en El Conde; del Santa Claus de la Margarita, personaje navideño que emigró de la tienda González Padín, de Santurce, P. Rico.

Tiempos de los cigarrillos Benefactor, primero con filtro de La Tabacalera, del Hollywood y del Cremas; del itinerante “amolador” de tijeras con su carromato de madera y sonido de armónica simple.

Tiempos de la línea interurbana Cheíta y sus guaguas de palito, de carrocería criolla y asientos de madera; de las líneas de carros al interior, Estrella Blanca y Studebaker y la de camiones, La Cigüeña. Espacios donde los teléfonos (todos) eran negros y de números en un dial circular. Eran épocas de Paco Escribano y la Sinfónica de Riquín, grupo ¿musical? que le servía de fondo en “Mamita llegó el obispo…” en Radio Escribano, emisora de corta potencia localizada en Pajarito (Villa Duarte) que a medio día alcanzaba toda la capital de entonces.

Tiempos de ventorrillos con su ley máxima, aplicable a casaderas de ese tiempo en los hipócritas esquemas culturales, de “auyama que está partía, auyama que no se devuelve”. Tiempos de escobas de tirigüillos, inigualables para barrer patios; de la vara de deshollinar; de mecedoras de pajilla, de “jaraganes”, del “atesador de batidores”, de “alegrías”, palitos de coco y “latigoso”, de “lo alfajole” y de los dulces del Mickey en sus bandejas de madera, babonuco y catre; del pregón de los kipes con pique y sin pique, al repique de un tenedor de dos dientes. Tiempo de carretas, carretillas, de “canasteras”; de lavanderas a domicilio que venían de Manoguayabo. “La vida no se detiene. Sigue su agitado curso”. Lema de “El Informador Policíaco” de Rodriguito. El Foro Público, temido espacio escrito por acólitos ilustrados de Trujillo, para denostar, derrumbar honras, dañar prestigios o para indisponer colaboradores del régimen y hacerlos caer en “desgracia”. Tiempos donde los libros servían a generaciones: Física de Fesquet; Algebra y Geometría de Wenworth y Smith; Geografía de Josefina Passadori; Historia Dominicana de Bernardo Pichardo.

La inigualable tinaja con su secreto para el agua fresca y su “jarrito” con brazo para extraerla. El filtro de piedra, en porcelana, de dos cuerpos y pesada tapa. La avena Quacker en cajas de cartón, la Harina del Negrito y el método Charles Atlas, con su “tensión dinámica” y el anuncio de: No sea más un alfeñique... Eran tiempos de la quema del Judas, bajo la algarabía de la muchachada, en Semana Santa. Eran momentos de peculiares rones: el 42 G, Siboney, Brugal y sus efectos diversos, Care’gato de Bermúdez, el Carrión Caña Oriental; era la cima de la bicicleta de canasto, precursora del delivery actual e instrumento por excelencia del “servicio a domicilio”. Momentos de la leche de la Industrial Lechera, con botellas de vidrio de boca ancha y los sellos, tapas y gorritos de la primera leche pasteurizada. Existía el Mabí Excelencia, el Café Paliza; los Helados Imperiales; el chicle Globo y sus concursos diversos; las competencias de yoyos Duncan; el álbum de postalitas Zoo; eran tiempos de “mandados” al colmado; 5 cheles de salse’tomate, 3 de petisalé y 2 de clavo dulce... y mi ñapa.
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