Bateyes del CEA almacenan a humanos hambrientos

Escrito por: ARISMENDY CALDERÓN 
 
Batey Hoyo de Pum, Monte Plata. Las huellas del tiempo, el trabajo arduo, precario y difícil de toda una vida en los cañaverales del Consejo Estatal del Azúcar (CEA) sellaron el destino de  Jalise Hustain, de 76 años.

No abriga la  mínima esperanza de sobrevivir a las calamidades que enfrenta en la última etapa de su vida. Del joven vigoroso que llegó de Haití en 1956 apenas queda un cuerpo esquelético, enfermo, que ocasionalmente muestra el último colmillo que conserva en su boca.

Se sostiene a duras penas, apoyado en un bastón de palo rústico. Pero saca fuerzas de su flaqueza para expresar su frustración por el estado de abandono a que han sido sometidas las familias que quedaron atrapadas y abandonas en los antiguos centros agrícolas del CEA: “Yo piqué caña, fui vagonero, carretero, cultivé, hice de todo aquí. Ahora no tengo na’, na’. Me voy a morir en este batey y no le voy a dejar na’ a mi mujer y mis hijos”.

A varios kilómetros, en el Batey Arenoso, su compatriota YoadilisTemá (Tontón), de 78 años, se resignó a morir sin recibir ayuda de la empresa para la que laboró toda una vida.  El anciano padece de ceguera y sobrevive gracias “a los bocaítos de comida” de sus vecinos.

“Yo hice todo, de todo para el CEA, en zafra y tiempo muerto. Hasta cociné para los picadores de caña. Ahora no hay nada que hacer. ¿Mi pensión? Ya no pienso en eso. No voy a durar mucho tiempo vivo”.

En el Batey Hato San Pedro se repite el drama con  Donato Herrera, de 85 años, quien ha repetido  a sus 16 nietos la hazaña de ser uno de los pioneros que abrió las trochas para instalar la vía férrea de la primera locomotora que el CEA llevó a los bateyes.

Donato, forzado a vivir en silla de ruedas por causa de una terrible enfermedad, todavía conserva las cartulinas amarillas en las que el CEA le pagaba el mísero salario. Las alimañas han destruido casi todo el papel, que él conserva como una reliquia sagrada.

“Yo era joven, fuerte. Esto eran montes. Fui parte de una brigada de hombres que abrimos la trocha para hacer la vía férrea que trajo la máquina (locomotora) a estos bateyes. Ahora, después que se fue el CEA, nadie se acuerda de nosotros. Nos prometieron una pensión, pero nos abandonaron. Nadie se acuerda de que por aquí vive gente”.  Enfermo, sin fuerzas para producir, Donato no se resigna.

Todavía se aferra a la idea de que un día alguna autoridad del antiguo emporio lo sorprenderá en su hogar con la noticia de que recibirá una pensión por el empeño, el esfuerzo, la dedicación y los años de servicios al CEA.

“Yo hice de todo en el CEA, desde abrir trochas, fui sereno (guardián), tractorista, sembré y piqué caña, cultivé, fui carretero,  vagonero. Eso pasó a la historia. Tengo 13 años sin pararme de esta silla, esperando mi pensión que nunca llega”.

Igual que Disla Capellán, cobijada en un viejo barracón, compartiendo su existencia con alimañas y viviendo de la caridad de lo poco que pueden darle sus vecinos para que no muera de hambre. Su esposo murió aplastado por un vagón de la locomotora.

Caña dulce, sabor amargo.  El círculo de miseria en los bateyes que abandonó el CEA en esta provincia tiene muchos protagonistas que cuentan las mismas historias de frustración y desesperanza. Cada persona, cada familia atrapada en esta red donde abundó la caña de azúcar tiene su propia desgracia que contar.

No hay esperanzas de una mejor vida para los seres humanos que sobreviven, dispersos y abandonados a su propia suerte, en los bateyes Hoyo de Pum, El Caño, Payabo, Arenoso, Doña María, Frías, Hato Nuevo, El Triple,  Yagua, Los Guineos, Rincón Claro, El Caño, La Ermus, Cojobal, La Altagracia y Piraco.

Todo se lo llevó el tiempo. La imagen de la locomotora cargada de vagones, el prolongado silbato de la locomotora, los bueyes tirando carreteras repletas de caña entre los cañaverales, hombres enyugando bueyes en las madrugadas para el tiro de caña, haitianos y dominicanos mezclados en los cañaverales,  obreros cargando manualmente los vagones que iban a los ingenios azucareros, camiones que iban y venían a los puestos de pesaje y pasaban por el centro del batey, hombres, ancianos y niños cultivando y regando abono en medio del cañaveral en el llamado  “tiempo muerto”, pulperos, usureros e intermediarios que compraban los “tickets”, guardacampestres, jefes de tiro, mayordomos  y supervisores  que vigilaban el trabajo de campo y conductores de tractores que araban la tierra para preparar la próxima cosecha. Eso era la vida en los bateyes.

Desapareció la extensa red de vía férrea. Sólo quedó el espacio por donde transitaba la locomotora. Los rieles fueron a parar a granjas y fincas de funcionarios, exfuncionarios, militares de alto rango y gente influyente, con “enllavadura” política.

Ley No. 141-97

El expresidente Leonel Fernández creó en noviembre de 1997 la Comisión de Reforma de la Empresa  Pública (CREP), adscrita a la Presidencia de la República, que puso fin al emporio azucarero estatal. La disposición estableció que el patrimonio nacional “puede ser utilizado eficientemente para enfrentar la pobreza y devolver parte de la deuda social contraída con el pueblo dominicano desde una óptica de desarrollo sostenible”.

Sin embargo, la gente en los bateyes quedó desamparada. La aniquilación de la actividad cañera sepultó las precarias esperanzas de vida de esta gente. No hay fuentes de empleo, las migajas gubernamentales no llegan a estos lugares recónditos, no hay tierra para trabajar agricultura o conuquismo y los servicios de educación y la salud son precarios, como en el resto del país.

 Curiosamente, cuando se le pregunta a las personas de estos lugares si han sido visitados por la comisión interamericana de derechos humanos para cerciorarse si haitianos o dominicanos son “maltratados”, la respuesta es simple: “Esa gente nunca vienen por aquí”.

Tampoco han recibido la visita o ayuda del Centro  por la Justicia y los Derechos Internacional (CEJIL) ni de otras Organizaciones No Gubernamentales que han denunciado que la República Dominicana mantiene una política de Estado para rescindir la nacionalidad a los dominicanos de ascendencia haitiana.

Gervasio Rafael, de 77 años, entiende que “nos cogieron de pendejos.  Por eso no nos han dado la pensión y por eso vivimos tan mal. En estos bateyes todo el mundo es igual, haitianos y dominicanos. Siempre fue así. A todos nos está llevando el pájaro malo, porque aquí no hay nada que hacer”.

/FUENTE: PERIODICO HOY/
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