La excesiva desigualdad social emponzoña la pobreza
La distribución local de la renta sigue generando una pobreza que lleva aparejada la exclusión social y acentúa los contrastes entre ricos y pobres, como en toda América Latina
Por: Minerva Isa/ Periódico HOY
No somos ya un país descalzo. Y aunque por la extrema desigualdad unos lleven zapatos de marcas exclusivas y otros de medio uso, comprados en regueras, lo cierto es que salvo algún muchachito de esos que desandan las calles en su diario entrenamiento en la escuela del delito, no vemos pies al aire. ¡Todos estamos calzados! Pero mientras caminamos miramos con recelo a uno y otro lado, atemorizados, espantándonos hasta de nuestra sombra. ¿Qué ha ocurrido?.
Al caminar asoman signos de ostentosa riqueza, de provocadora opulencia, vemos el dinero correr sobre ruedas en yipetas de lujo, tomar alturas en torres y elevados, extenderse por plazas comerciales con seductoras ofertas que pretenden saciar la voracidad de un consumismo enloquecedor que nos hace perder valores, vivir estresados, ansiosos, frustrados.
Exclusión y violencia. La distribución de la renta sigue generando una pobreza que lleva aparejada la exclusión social, acentúa los contrastes entre ricos y pobres, como en toda América Latina, la región más desigual pero también la más violenta, aunque despierta esperanzas Brasil, adonde Lula arremetió contra la pobreza. Y conforta la sencillez de Mujica, presidente de Uruguay, que en estos tiempos de ostentación prosigue su vida con modestos bienes.
Al repartir las riquezas, en República Dominicana persisten las asimetrías de tiempos pretéritos, con la diferencia de que antes la población no tenía las expectativas sociales que hoy perviven en todos los estratos de la sociedad, induciendo a acciones ilícitas que engendran violencia.
La corrupción, el robo impune al Estado cobra ribetes insospechados, desbordan la delincuencia y la prostitución, el tráfico y consumo de drogas. El narcotráfico, con un alto grado de conexión con la economía formal a través del lavado de activos, se cuela por los resquicios de las ansias de poder, de tener y de placer que compulsivamente lleva a delinquir a personas de clase alta, media y baja. Encuentra un caldo de cultivo en la pobreza, penetrando en un marco de desigualdades sociales, de desintegración familiar.
¿Qué ha sucedido? Más de una vez nos lo advirtieron, pero rehusamos oír, negativa que también es parte del hechizo. Hemos cambiado, deslumbrados por modelos de éxito que fundamentan la felicidad en el tener y el placer.
Vivimos seducidos por el estilo de vida de los ricos, arrobados ante el lujo y el confort, los vehículos y apartamentos de lujo, viajes, fiestas, espectáculos, resort. Y si no accedemos a esos bienes y servicios, nos sentimos frustrados, ansiosos, violentos.
¿Qué ha sucedido?, nos preguntamos unos a otros cuando a diario estalla la violencia dentro y fuera del hogar. Homicidos, feminicidios, asaltos y robos que no respetan templos, tarjas, puentes ni hidrantes.
Personas de diferentes estratos se insertan a redes mafiosas, caen en ajustes de cuentas, los barrios quedan ensangrentados con la gran cantidad de jóvenes, de presuntos o reales delincuentes acribillados día tras día por la brutal represión policial.
Impacto en los pobres. Todos estamos calzados, ni siquiera vamos zapatos en manos como los abuelos campesinos para no estropearlos, o quizás para dar un respiro a sus pies negados a andar enjaulados. Calzados hay, comprados en el mercado de pulgas, que prospera en un país con tanta gente que calza y viste de medio uso pese al relumbrón del crecimiento económico. Al caminar vemos por doquier los símbolos de la desigualdad. Los pobres se deslumbran con la opulencia. Conscientes de la falta de oportunidades, de movilidad social por el estudio y el trabajo, muchos se resignan, impotentes en su pobreza de caminos cerrados.
Y siguen en su mísero hábitat soportando la violencia de una cotidianidad infernal a orillas de ríos o al borde de precipicios, entre aguas negras y basureros que arropan el caserío de callejones laberínticos y cañadas pestilentes como la riqueza mal habida.
Familias numerosas, el padre triciclero, la mujer en servicios domésticos, los hijos en la calle o solos en la casa, víctimas de accidentes o de violación, niños y niñas prostituidos, utilizados en la venta de drogas. Los abuelos mendigando o “buscándosela” por los mercados, ancianos indefensos sin protección social. Familias en una sola habitación, con letrinas colectivas, iluminando apagones con velas que carbonizan infantes.
Otros se rebelan. Ante la ostentación otros, principalmente jóvenes, se sienten excluidos, iracundos al no poder satisfacer sus ansias de consumo. Y deciden tener dinero, ¡no importa cómo! Y lo consiguen. No tienen que romper la vitrina como en la poblada de abril de 1984.
Delinquir es el camino, la vía ilegal que vieron tomar a funcionarios ilícita e impunemente enriquecidos con la creciente corrupción, a poderosos narcotraficantes y los potentados que los apoyan. Se agrupan en bandas delictivas o se ponen al servicio de los narcos, y los barrios quedan minados de puntos de drogas. Dinero tienen y les basta, pero con él no se compra un antídoto contra la rabia que sienten por la exclusión.
¿Hacia dónde nos conduce este segundo decenio del siglo XXI sin respuestas idóneas contra la pobreza y la desigualdad?
El Gobierno gasta millones de pesos en planes sociales ineficaces, Tarjetas de Solidaridad poco solidarias porque reproducen la pobreza.
Mientras, la avaricia mantiene la acumulación excesiva de los ricos, el individualismo atrapa a una sociedad indiferente, ciega a las penurias de los desposeídos, de quienes recelan, en quienes ven potenciales asaltantes, porque el perfil del delincuente tiene ropaje de pobre.
¿Acaso no acaba de ahorcarse un joven, humillado al ser acusado de robarse unas chancletas?
Privaciones de los pobres resaltan con extravagante consumo de ricos
La elite económica y social incluye un 6% de la población, alrededor de 142,500 hogares integrados por unas 570,000 personas. Poseen capacidad financiera para costearse un consumo conspicuo, una vida principesca sustentada en una economía en dólares, con activos y cuentas bancarias suficientes para proteger económicamente a la generación por venir.
No les basta el dinero, buscan poder, influencia, los mueve la competencia en los negocios, en empresas fortalecidas con alianzas y franquicias, incursionando en nuevos renglones de la economía.
Viven en alucinante fasto, unos más moderados, otros bajo la borrachera del consumo suntuario, sin prurito ante una pobreza que la ambición sin límites provoca. Entre las riquezas surgidas del esfuerzo de vida están las fácilmente ganadas y joyas, escandalosamente derrochadas, joyas, vehículos del año, obras de arte compradas en galerías de París y de Londres. Durante sus periplos por el mundo se hospedan en los mejores hoteles o en sus residencias en Europa y Estados Unidos, frecuentan costosos restaurantes, espectáculos artísticos en Nueva York, Berlín o París.
En el pico de la pirámide se insertan altos funcionarios del Gobierno, políticos corruptos que dilapidan los dineros del Estado. Sus familias exhiben un consumo dispendioso, invierten en torres, edificios completos, mansiones y villas veraniegas cotizadas en cifras fabulosas.
El Estado ha sido incapaz de responder, el gasto social se convierte en dádivas cargadas de paternalismo y de proselitismo político.
Las políticas sociales deberán aplicar fórmulas tendentes a reducir la pobreza y la exclusión, que garanticen un régimen de derecho, la igualdad de oportunidades a la salud, a la educación y otros servicios. Superar los esquemas clientelistas y asistenciales, propiciando fuentes de empleo productivo.
Durante decenios, los gobiernos se han quitado presión social, siendo permisivos con la emigración, más aún desde que las remesas se convirtieron en soporte de la economía. No importaba la ilegalidad y el peligro de los viajes en yola, los naufragios y muertes, la desintegración familiar y sus nefastas consecuencias. Ese recurso se agota, hace años regresan grupos deportados de EU, y otros retornan expulsados por la crisis económica en Europa.
Las claves
1. Sin soporte social
Por vía del mercado y de la competencia la sociedad incentiva el consumo, a todos llega la promoción y el deseo de disfrutar del estilo de vida ofertado por los medios de comunicación. Pero no hay soporte social para acceder a tan elevados niveles de consumo. Las mayorías no tienen posibilidad de sufragarlos, el estudio ni el trabajo pueden enriquecerlos con la rapidez que su ansiedad demanda. Surge la frustración ante esas ansias de consumo insatisfechas, impulsando la búsqueda de vías ilícitas para saciarlas.
2. No es la pobreza en sí
La pobreza no es en sí la generadora de violencia, un fenómeno multicausal en el que intervienen factores psicosociales, condicionantes económicos, culturales. Sin embargo, la pobreza lleva consigo la exclusión, la frustración de una vida sin oportunidades, lo que facilita reacciones agresivas. Esa frustración, fruto de la desigualdad en una sociedad obsesionada por el consumo, genera violencia.
3. Seguridad
La clase alta y media alta ya no disfrutan su riqueza con la tranquilidad de antes, temen un secuestro, robos, asaltos. Quieren preservar su riqueza, no totalmente blindada. Hay fisuras pese a los sistemas de seguridad con tecnología de punta, discretos dispositivos, cercas virtuales y sensores de alerta.
Por: Minerva Isa/ Periódico HOY
No somos ya un país descalzo. Y aunque por la extrema desigualdad unos lleven zapatos de marcas exclusivas y otros de medio uso, comprados en regueras, lo cierto es que salvo algún muchachito de esos que desandan las calles en su diario entrenamiento en la escuela del delito, no vemos pies al aire. ¡Todos estamos calzados! Pero mientras caminamos miramos con recelo a uno y otro lado, atemorizados, espantándonos hasta de nuestra sombra. ¿Qué ha ocurrido?.
Al caminar asoman signos de ostentosa riqueza, de provocadora opulencia, vemos el dinero correr sobre ruedas en yipetas de lujo, tomar alturas en torres y elevados, extenderse por plazas comerciales con seductoras ofertas que pretenden saciar la voracidad de un consumismo enloquecedor que nos hace perder valores, vivir estresados, ansiosos, frustrados.
Exclusión y violencia. La distribución de la renta sigue generando una pobreza que lleva aparejada la exclusión social, acentúa los contrastes entre ricos y pobres, como en toda América Latina, la región más desigual pero también la más violenta, aunque despierta esperanzas Brasil, adonde Lula arremetió contra la pobreza. Y conforta la sencillez de Mujica, presidente de Uruguay, que en estos tiempos de ostentación prosigue su vida con modestos bienes.
Al repartir las riquezas, en República Dominicana persisten las asimetrías de tiempos pretéritos, con la diferencia de que antes la población no tenía las expectativas sociales que hoy perviven en todos los estratos de la sociedad, induciendo a acciones ilícitas que engendran violencia.
La corrupción, el robo impune al Estado cobra ribetes insospechados, desbordan la delincuencia y la prostitución, el tráfico y consumo de drogas. El narcotráfico, con un alto grado de conexión con la economía formal a través del lavado de activos, se cuela por los resquicios de las ansias de poder, de tener y de placer que compulsivamente lleva a delinquir a personas de clase alta, media y baja. Encuentra un caldo de cultivo en la pobreza, penetrando en un marco de desigualdades sociales, de desintegración familiar.
¿Qué ha sucedido? Más de una vez nos lo advirtieron, pero rehusamos oír, negativa que también es parte del hechizo. Hemos cambiado, deslumbrados por modelos de éxito que fundamentan la felicidad en el tener y el placer.
Vivimos seducidos por el estilo de vida de los ricos, arrobados ante el lujo y el confort, los vehículos y apartamentos de lujo, viajes, fiestas, espectáculos, resort. Y si no accedemos a esos bienes y servicios, nos sentimos frustrados, ansiosos, violentos.
¿Qué ha sucedido?, nos preguntamos unos a otros cuando a diario estalla la violencia dentro y fuera del hogar. Homicidos, feminicidios, asaltos y robos que no respetan templos, tarjas, puentes ni hidrantes.
Personas de diferentes estratos se insertan a redes mafiosas, caen en ajustes de cuentas, los barrios quedan ensangrentados con la gran cantidad de jóvenes, de presuntos o reales delincuentes acribillados día tras día por la brutal represión policial.
Impacto en los pobres. Todos estamos calzados, ni siquiera vamos zapatos en manos como los abuelos campesinos para no estropearlos, o quizás para dar un respiro a sus pies negados a andar enjaulados. Calzados hay, comprados en el mercado de pulgas, que prospera en un país con tanta gente que calza y viste de medio uso pese al relumbrón del crecimiento económico. Al caminar vemos por doquier los símbolos de la desigualdad. Los pobres se deslumbran con la opulencia. Conscientes de la falta de oportunidades, de movilidad social por el estudio y el trabajo, muchos se resignan, impotentes en su pobreza de caminos cerrados.
Y siguen en su mísero hábitat soportando la violencia de una cotidianidad infernal a orillas de ríos o al borde de precipicios, entre aguas negras y basureros que arropan el caserío de callejones laberínticos y cañadas pestilentes como la riqueza mal habida.
Familias numerosas, el padre triciclero, la mujer en servicios domésticos, los hijos en la calle o solos en la casa, víctimas de accidentes o de violación, niños y niñas prostituidos, utilizados en la venta de drogas. Los abuelos mendigando o “buscándosela” por los mercados, ancianos indefensos sin protección social. Familias en una sola habitación, con letrinas colectivas, iluminando apagones con velas que carbonizan infantes.
Otros se rebelan. Ante la ostentación otros, principalmente jóvenes, se sienten excluidos, iracundos al no poder satisfacer sus ansias de consumo. Y deciden tener dinero, ¡no importa cómo! Y lo consiguen. No tienen que romper la vitrina como en la poblada de abril de 1984.
Delinquir es el camino, la vía ilegal que vieron tomar a funcionarios ilícita e impunemente enriquecidos con la creciente corrupción, a poderosos narcotraficantes y los potentados que los apoyan. Se agrupan en bandas delictivas o se ponen al servicio de los narcos, y los barrios quedan minados de puntos de drogas. Dinero tienen y les basta, pero con él no se compra un antídoto contra la rabia que sienten por la exclusión.
¿Hacia dónde nos conduce este segundo decenio del siglo XXI sin respuestas idóneas contra la pobreza y la desigualdad?
El Gobierno gasta millones de pesos en planes sociales ineficaces, Tarjetas de Solidaridad poco solidarias porque reproducen la pobreza.
Mientras, la avaricia mantiene la acumulación excesiva de los ricos, el individualismo atrapa a una sociedad indiferente, ciega a las penurias de los desposeídos, de quienes recelan, en quienes ven potenciales asaltantes, porque el perfil del delincuente tiene ropaje de pobre.
¿Acaso no acaba de ahorcarse un joven, humillado al ser acusado de robarse unas chancletas?
Privaciones de los pobres resaltan con extravagante consumo de ricos
La elite económica y social incluye un 6% de la población, alrededor de 142,500 hogares integrados por unas 570,000 personas. Poseen capacidad financiera para costearse un consumo conspicuo, una vida principesca sustentada en una economía en dólares, con activos y cuentas bancarias suficientes para proteger económicamente a la generación por venir.
No les basta el dinero, buscan poder, influencia, los mueve la competencia en los negocios, en empresas fortalecidas con alianzas y franquicias, incursionando en nuevos renglones de la economía.
Viven en alucinante fasto, unos más moderados, otros bajo la borrachera del consumo suntuario, sin prurito ante una pobreza que la ambición sin límites provoca. Entre las riquezas surgidas del esfuerzo de vida están las fácilmente ganadas y joyas, escandalosamente derrochadas, joyas, vehículos del año, obras de arte compradas en galerías de París y de Londres. Durante sus periplos por el mundo se hospedan en los mejores hoteles o en sus residencias en Europa y Estados Unidos, frecuentan costosos restaurantes, espectáculos artísticos en Nueva York, Berlín o París.
En el pico de la pirámide se insertan altos funcionarios del Gobierno, políticos corruptos que dilapidan los dineros del Estado. Sus familias exhiben un consumo dispendioso, invierten en torres, edificios completos, mansiones y villas veraniegas cotizadas en cifras fabulosas.
El Estado ha sido incapaz de responder, el gasto social se convierte en dádivas cargadas de paternalismo y de proselitismo político.
Las políticas sociales deberán aplicar fórmulas tendentes a reducir la pobreza y la exclusión, que garanticen un régimen de derecho, la igualdad de oportunidades a la salud, a la educación y otros servicios. Superar los esquemas clientelistas y asistenciales, propiciando fuentes de empleo productivo.
Durante decenios, los gobiernos se han quitado presión social, siendo permisivos con la emigración, más aún desde que las remesas se convirtieron en soporte de la economía. No importaba la ilegalidad y el peligro de los viajes en yola, los naufragios y muertes, la desintegración familiar y sus nefastas consecuencias. Ese recurso se agota, hace años regresan grupos deportados de EU, y otros retornan expulsados por la crisis económica en Europa.
Las claves
1. Sin soporte social
Por vía del mercado y de la competencia la sociedad incentiva el consumo, a todos llega la promoción y el deseo de disfrutar del estilo de vida ofertado por los medios de comunicación. Pero no hay soporte social para acceder a tan elevados niveles de consumo. Las mayorías no tienen posibilidad de sufragarlos, el estudio ni el trabajo pueden enriquecerlos con la rapidez que su ansiedad demanda. Surge la frustración ante esas ansias de consumo insatisfechas, impulsando la búsqueda de vías ilícitas para saciarlas.
2. No es la pobreza en sí
La pobreza no es en sí la generadora de violencia, un fenómeno multicausal en el que intervienen factores psicosociales, condicionantes económicos, culturales. Sin embargo, la pobreza lleva consigo la exclusión, la frustración de una vida sin oportunidades, lo que facilita reacciones agresivas. Esa frustración, fruto de la desigualdad en una sociedad obsesionada por el consumo, genera violencia.
3. Seguridad
La clase alta y media alta ya no disfrutan su riqueza con la tranquilidad de antes, temen un secuestro, robos, asaltos. Quieren preservar su riqueza, no totalmente blindada. Hay fisuras pese a los sistemas de seguridad con tecnología de punta, discretos dispositivos, cercas virtuales y sensores de alerta.