SI ESTA TIERRA FUERA MIA
Si esta tierra fuera mía
Por: Blanca Kais Barinas
Por sobre los húmedos terrones, como irregulares frutas negras, pasaban las patas resignadas de los bueyes. El arado como inmenso cuchillo cortaba la tierra que despedía un olor penetrante.
Con mano segura, pero indiferente, José llevaba los bueyes como llevaría un castigo muy pesado. Muchas veces éstos desviaban la recta que debían seguir, sin importarle mucho a quien les guiaba.
Iba ensimismado y, aunque parecía que su pensamiento estaba muy lejos de allí, pensaba sin embargo, en lo que estaba haciendo.
“En aquel lado –se decía– va a quedar un pedacito; ahí caben muchas matas que darían bastante. ¡Voy para allá!” Pero la intención se quedaba en el pensamiento, pues a seguidas se preguntaba:
–¿Y qué va a hacer don Miguel con esas maticas? Para mí sería mucho; pero para él... ¡bah! – y seguía con desencanto su trabajo.
Sentía el inmenso pedazo de oscura tierra lleno de vida, palpitante, como queriendo reventar. La caricia del sol y de la lluvia había preñado de plenitud ese vientre fértil.
José pensaba que no comprendían a la tierra; para él no era algo que ensucia, o para explotar y sacar dinero sin pensar en nada más. Había que cuidarla, quererla y, cuando la semilla prometedora estuviera en sus entrañas, había que venerarla como a una mujer de quien se espera un hijo.
Se detuvo un momento y contempló extasiado el campo inmenso, y mientras su mirada se hacía triste, algo dentro de él, esperanzado, decía en su corazón:
– Si esta tierra fuera mía...
Entonces comunicaría a los cuerpos de los bueyes su amor a estos terrenos, llenos de promesas, y hollaría con la fuerte cuchilla del arado las entrañas de esa tierra bendita, y ya su mano no iría indiferente, ni su pensamiento dormido.
Aquel pedacito perdido junto a la empalizada también sería roto y fecundado con prometedora semilla y luego, cuando la maleza quisiera enseñorearse por allí, y asfixiar con su malignidad un futuro de promesas, sus manos ásperas le quitarían una y otra vez.
A su lado, un buey muge. José vuelve en sí, y mientras deja vagar la mirada por el campo recién arado dice tristemente:
– ¡Caramba, estaba soñando...! ¡Si esta tierra fuera mía...!
Por: Blanca Kais Barinas
Por sobre los húmedos terrones, como irregulares frutas negras, pasaban las patas resignadas de los bueyes. El arado como inmenso cuchillo cortaba la tierra que despedía un olor penetrante.
Con mano segura, pero indiferente, José llevaba los bueyes como llevaría un castigo muy pesado. Muchas veces éstos desviaban la recta que debían seguir, sin importarle mucho a quien les guiaba.
Iba ensimismado y, aunque parecía que su pensamiento estaba muy lejos de allí, pensaba sin embargo, en lo que estaba haciendo.
“En aquel lado –se decía– va a quedar un pedacito; ahí caben muchas matas que darían bastante. ¡Voy para allá!” Pero la intención se quedaba en el pensamiento, pues a seguidas se preguntaba:
–¿Y qué va a hacer don Miguel con esas maticas? Para mí sería mucho; pero para él... ¡bah! – y seguía con desencanto su trabajo.
Sentía el inmenso pedazo de oscura tierra lleno de vida, palpitante, como queriendo reventar. La caricia del sol y de la lluvia había preñado de plenitud ese vientre fértil.
José pensaba que no comprendían a la tierra; para él no era algo que ensucia, o para explotar y sacar dinero sin pensar en nada más. Había que cuidarla, quererla y, cuando la semilla prometedora estuviera en sus entrañas, había que venerarla como a una mujer de quien se espera un hijo.
Se detuvo un momento y contempló extasiado el campo inmenso, y mientras su mirada se hacía triste, algo dentro de él, esperanzado, decía en su corazón:
– Si esta tierra fuera mía...
Entonces comunicaría a los cuerpos de los bueyes su amor a estos terrenos, llenos de promesas, y hollaría con la fuerte cuchilla del arado las entrañas de esa tierra bendita, y ya su mano no iría indiferente, ni su pensamiento dormido.
Aquel pedacito perdido junto a la empalizada también sería roto y fecundado con prometedora semilla y luego, cuando la maleza quisiera enseñorearse por allí, y asfixiar con su malignidad un futuro de promesas, sus manos ásperas le quitarían una y otra vez.
A su lado, un buey muge. José vuelve en sí, y mientras deja vagar la mirada por el campo recién arado dice tristemente:
– ¡Caramba, estaba soñando...! ¡Si esta tierra fuera mía...!