“Mataron a mi amor de 23 años y deserté”

El baño de sangre que vive Siria lleva a unirse a los rebeldes a muchos miembros de las fuerzas de seguridad del régimen, como Mohamed, exagente de la inteligencia

Mayte Carrasco/Al Qusayr

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“No sabía cómo fabricar un explosivo. Puse ‘bomba’ en Google, me salieron los ingredientes, pedí que me los trajeran de Líbano y me salió bien”, explica Hafez con una sonrisa infantil, sentado en una de las casernas del Ejército de la Siria Libre (ESL), en la provincia de Homs. Este informático es el único artificiero de las fuerzas rebeldes sirias de esta zona, salpicada de lugares secretos al abrigo de las tropas de Bachar el Asad. “Somos pobres y no tenemos nada, solo nuestras mentes. Estamos aprendiendo rápido, ¡es nuestra primera revolución!”. Por la puerta entra Aneshma, nombre de guerra de este coronel desertor del Ejército, con una bolsa de plástico negra llena de teleobjetivos para sus M16. Hay un pequeño revuelo y una decena de jóvenes, todos entre 25 y 35 años, comienzan a toquetearlos con la ilusión de un niño con zapatos nuevos.

“Nos faltan armas, nos falta de todo. Pero queremos la libertad y lucharemos hasta el final”, dice el militar con mucha calma, rodeado de papeles con las instrucciones que intenta leer, pero están en inglés y no las entiende. Solo uno de ellos permanece apartado, observando una fotografía en su móvil. “Mi amor”, anuncia señalando la pantalla, donde aparece una hermosa siria. “Tenía 23 años. La mataron los shabiha (matones del régimen) en julio por participar en una manifestación. Después deserté. Le ordenaron a mi compañero que me pegara un tiro, pero era mi amigo y me dejó escapar. Hay muchos como yo que quieren abandonar, pero tienen miedo por sus familias porque toman represalias”, explica Mohamed, un exagente de la inteligencia, la temida mujabarat.

El ejército rebelde lo componen sobre todo musulmanes suníes, muchos son desertores, mecánicos, granjeros o agricultores de la zona, que conocen el terreno y las carreteras secundarias. Las principales están tomadas por las tropas gubernamentales. Sobre la pared hay apoyados varios Kaláshnikov, M16, fusiles italianos y dos morteros. “Esos se los robamos a unos hombres de Hezbolá. Cogimos sus cuerpos y los colgamos de los cables de la luz en Homs”, cuenta Hafez, con un gesto de orgullo.

Los civiles mueren en Homs mientras la televisión estatal emite un programa de cocina

No es el único lugar en el que asoman armas. En la ciudad de Al Qusayr, Masim, miembro de la resistencia de 25 años, espera una llamada sentado en el salón junto a su pistola Beretta nueve milímetros de calibre. Observa pensativo uno de sus cuatro móviles, uno para cada compañía. El régimen corta las redes telefónicas y la luz desde hace meses, comunicarse o encender la calefacción es tarea imposible. La vida está paralizada desde el inicio de la revolución, no tiene trabajo y ahora su misión consiste en inventar artilugios para conseguir una conexión de Internet o teléfono para mostrar su revolución al mundo. “Ojalá tengamos algún día libertad de expresión. Ahora si hablas, te matan”. Masim enterró hace poco a uno de sus amigos, Farsad, el cámara de la revolución. Los shabiha le cogieron hace unos meses, le asesinaron y le arrancaron los globos oculares. Ahora se ha convertido en un héroe venerado y conocido con el sobrenombre de Los Ojos de la Verdad.

El hermano de Masim, Mustafá, está sentado a su lado, intentando hacer funcionar dos aparatos de espionaje made in China, un ratón de ordenador que es a su vez un teléfono móvil y un enchufe múltiple al que se le puede insertar una tarjeta SIM para que detecte movimientos y llame a ese número. Sobre la mesa hay unos 50 llaveros que llevan una cámara oculta. “Se creen que somos estúpidos. Pero los estúpidos son ellos. Un soldado de Bachar el Asad me preguntó en un control si llevaba Facebook encima. ¡Como si fuera un aparato!”, ríe a carcajadas.

Los francotiradores disparan a todo lo que se mueve. Hasta a los gatos

Entre ellos está uno de los 10 hombres encargados de organizar la entrada de suministros en el país, Abu Emir, de Hama. Medicinas, aparatos electrónicos, armas y maletines repletos de fajos de billetes. “El dinero lo envían hombres de negocios sirios en el extranjero que financian la revolución”, explica, con el rostro preocupado. “Tenemos muchos problemas. Todos cuestionan las operaciones del ESL, todos quieren ser comandantes, no se ponen de acuerdo.

Tampoco le hacen mucho caso a la opinión que pueda tener la resistencia civil en los pueblos, y eso es un problema”, asegura. Aun así, Abu Emir está a favor de seguir con la lucha armada: “Llevamos meses manifestándonos de forma pacífica y han asesinado a cientos de personas simplemente por acudir a una protesta. ¡Nos tenemos que defender de algún modo!”.

Son las siete de la tarde. Un padre corre en un descampado con su hija pequeña en brazos, que no ha sobrevivido a los salvajes bombardeos que han castigado durante una semana a una población desprotegida, en medio del abandono y la oscuridad, tan negra como el futuro de unas gentes que se encomiendan a Alá cada minuto, aislados del mundo y sin ayuda.

En el barrio de Baba Amro, en Homs, el estruendo de las bombas, 500 al día, se entremezcla con los cánticos que emanan de los altavoces de las mezquitas, donde rezan durante horas seguidas por los cientos de muertos de la última semana. Aquí no tienen tiempo de geranios ni arroces, hay que recoger los restos humanos que se esparcen en las casas bombardeadas, donde los cadáveres destrozados e irreconocibles muestran la crudeza de una pesadilla sin escapatoria. “Somos seres humanos, pero nos están matando como animales. ¿Dónde está la ayuda de la comunidad internacional? A nadie le importa”, exclama Daniel Abu Dari, activista, frente a la puerta de un hospital repleto de heridos y cadáveres donde no queda anestesia ni se puede operar.

Los tanques de El Asad rodean toda la ciudad. Hay que salvar vidas, aunque solo hay dos doctores exhaustos que no pueden tenerse en pie. Los francotiradores disparan a todo lo que se mueve, hasta los gatos. Las calles están vacías. Los rostros de la población, hacinada en las plantas bajas de los edificios, reflejan dolor, desesperación y rabia. Dos personas cruzan la calle a toda velocidad, sendas balas les persiguen.

Mientras hombres, mujeres y niños sirios mueren en Homs, la televisión gubernamental muestra un programa de cocina, la receta de hoy son unas ricas albóndigas sirias. En Al Qusayr, Masim señala la pantalla con un gesto de resignación. Se coloca la bufanda y sale cruzando con temeridad una esquina en la que le gritan “¡ganaaas! (francotirador)”. La atraviesa tranquilamente, acompañado de varios niños inconscientes que ríen divertidos, como si fuera un juego. Los vecinos han colocado una barricada baja e inútil con una foto de El Asad en dirección al francotirador. Convivir con el peligro les ha convertido en potenciales suicidas, acostumbrados a la muerte, a la sangre, a una violencia creciente que se respira en una guerra civil que no hace más que empezar.

La revolución funciona en dos direcciones. Por un lado, el Ejército de la Siria Libre elimina todos los elementos militares prorrégimen, el último objetivo fue el cuartel general de los servicios secretos, donde mataron a cinco personas. Por otro, la resistencia política negocia con las familias alauíes y cristianas que se han beneficiado de la mafia del régimen, frente al 80% de musulmanes suníes en Al Qusayr. “Los cristianos son nuestros hermanos. En esta ciudad hemos convivido siempre sin ningún problema, no hay razón para que ahora nos matemos los unos a los otros”, asegura Um Zaha Edine, de 60 años. “No vamos a darle el gusto a Bachar. Todos queremos lo mismo, que se vaya y deje de matar al pueblo”.

Sin embargo, en muchas familias se masca la división, como en la de Muamar, capitán del Ejército del régimen, que juega con su hija de dos años, Durra, cuando aparece su hermano Husein, miembro del ESL. A la pregunta de qué manda si la fidelidad al régimen o a los suyos, exclama: “¡Cómo voy a denunciarle, es mi hermano!”.
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