El Tijí volvió al río

(Al Padre Cicero por su orientación acerca del tijí)

Por: BLANCA KAIS BARINAS.

José camina por el seco cauce del río. Con el corazón encogido, mira el pedregal que es ahora lo que una vez fuera el lecho de una impetuosa corriente.

La débil cinta de agua que va a un lado es tan escasa que se pierde entre las piedras; aquello ya no era ni arroyo ni río ni nada. Ya no hay mujeres lavando, ni muchachos tirándose en charcos, ni animales vagando por la orilla.

Apenas hay vegetación en la ribera, y la que queda está llena del polvo que sueltan las piedras trituradas por las máquinas instaladas junto al río.

Hace mucho tiempo los vecinos, que por generaciones habían vivido en las cercanías, han partido con el dolor de abandonar el entorno que siempre conocieron, donde nacieron y crecieron, y donde las cenizas del ayer quedaron acompañadas por el recuerdo del sonido familiar de las aguas.

Han huido de la depravación que llegó con esas máquinas destructoras, que borraron el torrente caudaloso y la verde presencia de los árboles.

Todos han partido y el tijí, esa avecilla veloz que sólo habita cerca de aguas abundantes y claras, también se ha ido en busca de lugares más propicios.

Era hermoso verlo rozar la superficie de los charcos, mojando su vientrecillo rápidamente, sin apenas dejarse ver, reflejándose un momento en el líquido cristal. Pero igual que los lugareños, ha dejado esos parajes devastados por las manos de quienes debieron protegerlos.

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Ha pasado mucho tiempo desde que las horribles máquinas fueron retiradas del lugar, dejando el río seco, con sus orillas huérfanas de todo y los ranchos vacíos, sumidos en un silencio acusador.

Una vez más José va por el lecho del río, entre dolido y satisfecho, y no sabe qué sentimiento es más profundo en su corazón: dolido por lo que ha quedado de aquel desastre y satisfecho porque aquello ha terminado.

El paso del río que hace años ha estado cruzando con sus viejas botas puestas; ahora ha tenido que quitárselas; todavía es poca la corriente, pero cuando venga el tiempo de lluvia, aumentará su caudal.

José deja que el agua corra por sus pies y moje su pantalón arremangado. Los matorrales reverdecen en las riveras maltratadas y las hojas ahora limpias se mueven suavemente. Se imagina que pronto habrá mujeres lavando, niños chapoteando y animales acercándose a la orilla de sus aguas.

Descubre pocitos de agua aquí y allá. Han surgido poco a poco, al igual que las mínimas corrientes que van arrastrándose como serpientes transparentes.

De pronto, José se detiene como ante algo insólito y sagrado. Mira incrédulo la realidad inesperada de un charco límpido, y mientras contempla aquel milagro que no esperó volver a ver, una sombra rauda y pequeñita cruza ante sus ojos.

La sigue con la mirada hasta verla tocar veloz y certera la superficie del pequeño charco; es un tijí, atraído por las aguas claras que están regresando en un lento fluir con una promesa de renacer.

Y de repente, como si despertara de un sueño, José corre saltando en la corriente, eufórico, sin saber dónde va, mientras grita alucinado, como si llamara a cada uno de los que fueron: “¡Vengan, que el tijí volvió al río!”



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