Liz Taylor, Todo corazón‏

Por: Carlos Reviriego | Publicado el 23/03/201

La legendaria actriz, fenónemo de delicadeza y belleza, de pasión y fragilidad, como un volcán siembre al borde de la erupción, fue una de las estrellas más brillantes del firmamento.

De entre todas las imágenes posibles, de entre todas las encarnaciones que hizo suyas, bien fuera la mujer más vulgar o la más exótica del planeta, pervive con fuerza el modo en que Liz Taylor (Londres, 1932-Los Angeles, 2011) paseaba en camisón su dignidad y su afrenta en La gata sobre el tejado de zinc (1958), la obra teatral que llevó a la pantalla Richard Brooks con suma delicadeza. Por aquel papel de Maggie Pollit, esposa del alcohólico y amargado deportista Brick (Paul Newman), la actriz obtuvo su segunda nominación al Oscar, que al final se acabó llevando Susan Hayward por Quiero vivir.

No fue su plenitud en el éxito, pero quizá sí su plenitud icónica.

Ni siquiera su encarnación de Cleopatra en 1963 -que la convirtió en la primera actriz en cobrar más de un millón de dólares por un papel-, donde protagonizó junto a Richard Burton el adulterio público más escandaloso que recuerda Hollywood (los dos estaban casados), logró imponerse al icono de la sensualidad que representó en la obra de Tennesse Williams.

Liz Taylor, fenónemo de delicadeza y belleza, de pasión y fragilidad, como un volcán siembre al borde de la erupción, fue una de las estrellas más brillantes del firmamento. Y lo fue durante los años 50 y 60, cuando ser una estrella cinematográfica significaba mucho más de lo que significa ahora. Fue quizá la última gran estrella en salir de los estudios de Hollywood. En aquellos años, protagonizó junto al legendario James Dean la superproducción de Nicholas Ray Gigante (1955), que el propio Dean nunca pudo ver terminada, y en otros grandes éxitos como De repente, el último verano (Joseph L. Mankiewicxz, 1959), donde llevó hasta el límite sus facultades interpretativas en el papel de la traumatizada Catherine Holly.

Su interpretación en este filme, donde estuvo acompañada por Catherine Hepburn y Montgomery Clift, plantea toda una reflexión sobre los registros de la sobreactuación dramática hollywoodense, que hizo de Liz Taylor el epítome de la mujer de dos caras (ojos y voz siempre parecían hablar cosas distintas), de moral noble pero dañada, de sensibilidad siempre alterada y emociones al borde del colapso. La mujer que siempre hacía caso al corazón.

Otro gran éxito en su carrera fue su papel de Gloria Wandrous en Una mujer marcada (Daniel Mann, 1960), película no especialmente memorable, pero de la que los críticos no pudieron apartar la mirada ante la prodigiosa interpretación de Liz Taylor como una prostituta de lujo de Manhattan, por la que se llevó su primer Oscar. Pero probablemente su mejor papel se lo ofreció Micke Nichols en ¿Quién teme a Virgina Wolf? (1966), donde emparejada con su marido Richard Burton culminó una intensa interpretación empapada en alcohol y en vitriólicas batallas verbales. A partir de entonces, todo sería decadencia para Liz Taylor.

Una vez muerto el cine de los estudios en los años setenta, la actriz de origen británico, que había estado ligada al medio cinematográfico desde los 12 años (como una de las niñas más queridas por la MGM), se fue alejando progresivamente de las pantallas, desplazada por un cine de nuevos realismos y de las imágenes crudas, en la que ni su rostro ni sus métodos interpretativos parecían encajar.

En verdad, la actriz llevó una vida más intensa y romántica que cualquiera de las que pudo interpretar para la pantalla. Se casó ocho veces (dos de ellas con Richard Burton, su quinto marido, con quien se divorció, se volvió a casar y de nuevo se divorció permanentemente en un periodo de tres años) y su vida sentimental ha estado protagonizada por tempestuosos romances, matrimonios sin éxito y múltiples problemas médicos.

tras la muerte de su amigo Rock Hudson en 1985 emprendió su cruzada y su activismo en ayuda de las víctimas del sida, que no abandonó hasta su despedida del mundo, cuando el corazón al que siempre hizo caso se detuvo para siempre.
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